Teoría: Estrategia

Los movimientos sociales, entre la crisis y la necesidad militante

03/03/2023

Julia Cámara

Redactora de viento sur, es activista feminista y militante de Anticapitalistas.

Fuente: viento sur

E

xiste una versión aceptada entre las principales corrientes políticas de la izquierda estatal que sostiene que en los últimos años se ha producido una progresiva traslación de la centralidad de los movimientos sociales a la de la política institucional. Las explicaciones que se dan para esto son múltiples: desde el 15M a Podemos como línea conductora, hasta quienes defienden que el asalto institucional necesitó desarticular su afuera para ser viable. La hipótesis de un pie en las instituciones y mil pies en las calles también encajaría aquí como una propuesta alternativa de articulación de ambos mundos que no pasara por la autodisolución ni por la aniquilación. Sin embargo, los resultados fueron, con suerte, modestos. 

Durante los últimos meses, los balances de ciclo y los debates sobre el nuevo escenario político se han sucedido adoptando una doble actitud con respecto a los movimientos sociales: o bien dándolos por hecho como un fenómeno externo, o bien analizándolos de manera aislada, examinando sus formas organizativas y sus debilidades programáticas con la pretensión de encontrar las causas endógenas de sus limitaciones. Podemos decir que los movimientos no han sido incorporados de manera sistemática al balance global del ciclo ni a los debates estratégicos más generales: aunque se discuta sobre ellos, se hace generalmente sin ponerlos en relación con el conjunto de la hipótesis social y política en la que se mueven. 

En las siguientes páginas trataremos de aportar algunos elementos a la discusión, con dos precisiones previas. La primera, la necesidad de entender los movimientos sociales como formas históricamente concretas. No se trata aquí tanto de hacer una sociología de los movimientos ni de recurrir a la clásica categorización en viejos, nuevos y novísimos, sino de combatir la idea, tan común en ciertos entornos activistas, de que el terreno de lo social está ungido de algo parecido a una cierta inmutabilidad histórica. El mantra de volver a los movimientos, como si el tejido social organizado existente en 2023 tuviera algo que ver con lo que conocíamos hace doce años, encajaría aquí. Entender esto es fundamental para no encontrarnos queriendo implementar fórmulas de movilización y de actuación política propias de una época anterior y de un ecosistema social que ya no existe.

Segunda precisión: las luchas sociales tienen, por definición, una lógica local y fragmentaria. Son articulaciones temporales en torno a demandas concretas o a sectores concretos de población, que buscan alcanzar sus objetivos mediante la movilización colectiva, la agitación en el espacio público y, en diverso grado, la presión o negociación con las instituciones. Sin embargo, en momentos puntuales pueden desencadenarse estallidos que constituyen procesos masivos de subjetivación de clase, como fue el caso de la oleada internacional de las Huelgas Feministas entre 2017 y 2019. Es decir (y aunque resulte una obviedad), las dinámicas sociales no son estables ni pueden explicarse con fórmulas rígidas. No existe una correspondencia fija entre movimiento y sujeto, sino que éste último aparece y desaparece y puede llegar a auto-constituirse sólo en momentos excepcionales. En este sentido, la pretensión de algunas plataformas o grupos de presentarse como la voz unívoca de un sujeto colectivo mucho más amplio (el feminismo soy yo, el movimiento obrero soy yo, etc.) es equivalente a la tan manida maniobra institucional de declarar haber pactado con las feministas tras haber convocado a una reunión con prensa al grupo más cercano a su área de influencia. 

Incorporar los movimientos sociales a los debates estratégicos generales, en lugar de relegarlos a fenómeno natural dado (ajeno, por tanto, a las formas sociales concretas de cada momento) o de analizarlos de manera aislada, debería servirnos para extraer experiencias que enriquezcan nuestra comprensión y afinen nuestras propuestas. Sin caer en el seguidismo acrítico, como si de actores incuestionables se trataran, pero tampoco en un repudio propio de quien no sabe lidiar con la propia biografía. Se trata, por tanto, de avanzar en el sentido de un balance superador, que no reniegue de la experiencia, sino que aspire a superarla. Porque sólo una crítica sistemática y no apologética está en condiciones de acumular enseñanzas y de aumentar el potencial político de las luchas sociales.

De dónde venimos: la presión desde la calle como hipótesis

En términos generales, ninguna apuesta política contiene una propuesta que pueda reducirse al terreno electoral. Toda lucha por el poder implica necesariamente un pensamiento más amplio, un intento de articulación del conjunto de fuerzas sociales, lo que llamamos habitualmente hipótesis estratégica. La hipótesis desplegada en el Estado español desde 2013 no se limitaba a la construcción de una herramienta electoral de nuevo tipo, capaz de irrumpir con fuerza en un sistema de partidos inmerso en una profunda crisis, y de proponerse como alternativa de gobierno con el refuerzo de otras experiencias similares existentes a escala regional (recordemos que en 2013 aún seguía muy vivo el fenómeno Syriza). También situaba a los movimientos sociales en un determinado lugar (el afuera abstracto de la institución) y les asignaba un rol específico: el de presionar desde la calle para hacer más fácil para el gobierno amigo aplicar su programa. La cooptación en masa de cuadros del movimiento y su reaparición como concejales, diputadas y cargos de libre designación de diverso tipo es la demostración más evidente de hasta qué punto la apuesta política y los movimientos sociales, si bien discursivamente se presentan como campos aislados, constituyen en realidad dos partes de una misma hipótesis. La crisis actual del movimiento es, por tanto, no sólo una crisis de sus formas organizativas o de su composición generacional y de clase, sino, también y muy especialmente, consecuencia del fracaso (o, si se quiere, de una paradójica victoria) de la hipótesis estratégica de la que formaban parte. Vamos a tratar de argumentarlo.

Es sintomático que el paso de lo que Daniel Bensaïd llamó ilusión social (creencia en la autosuficiencia de lo social) a la ilusión política se diera en tan poco tiempo y estuviera en parte protagonizado por los mismos sectores. Más todavía cuando años más tarde nos encontramos de nuevo con activistas dando su apoyo y poniendo su cara para la versión senil de todo esto, una en la que ya no se espera de los movimientos ni siquiera que presionen, sino simplemente que hablen para ser escuchados, en un giro a la audiencia real que quedaría hasta cómico en un contexto literario. Quizá una de las principales tragedias del último tiempo sea esta: ver desfilar a algunas de las caras más representativas de los movimientos sociales (o al menos, y ojo con esto, de las principales figuras intelectuales puestas a su servicio) hacia proyectos políticos que en la práctica bloquean, contradicen o estrechan el programa de las luchas.

Esta combinación, aparentemente contradictoria, de radicalismo movimientista y oportunismo electoral puede explicarse por varios motivos. En primer lugar, y aunque parezca contraintuitivo, el desapego con respecto a la política institucional y la centralidad absoluta concedida al movimiento social puede acabar legitimando una política extremadamente táctica que entre a gestionar con ambición progresista (y digo ambición porque a veces la práctica dista incluso de esto) aquello que sea posible en cada momento. No se abandona el horizonte de transformación y ruptura porque éste nunca ha existido: en ausencia de una reflexión propia sobre el poder y el Estado, el movimiento queda desarmado ante las maniobras de integración y resulta impotente para proponer alternativas.

La centralidad absoluta que se concede a los problemas locales y a las peleas concretas, rechazando ser apelados por las controversias teóricas y por los grandes debates políticos, recuerda a las posturas del tradeunionismo de comienzos del siglo XX, quienes acusaban a los sectores revolucionarios dentro de la socialdemocracia de caer en una sobreestimación de la ideología. “Lo que a nosotros nos incumbe es el movimiento obrero, las cosas que tenemos aquí en nuestra localidad”, recoge Lenin en su ¿Qué hacer? Este desentendimiento de todo lo demás facilita, evidentemente, una actitud terriblemente permisiva respecto a lo que en ese todo lo demás se haga. Y si atendemos a la tendencia fundamental del tradeunionismo (que los obreros –o grupos oprimidos– se encarguen de las luchas concretas en torno a aquellas cuestiones específicamente obreras, mientras que la intelectualidad marxista se fusiona con los liberales para la lucha política), entonces es posible reconocer en los movimientos sociales una cierta forma de tradeunionismo adaptado a las lógicas propias de la política posmoderna.

¿Del movimiento social radical que no quiere saber nada del Estado a una gestión moderada (en el mejor de los casos) y culturalmente progresista del Estado? Lo cierto es que ese traspaso de intelectuales y de cuadros del movimiento a una más que limitada gestión de lo posible no puede restringirse al momento del asalto electoral, sino que sigue produciéndose en el presente. La dinámica se da por ambas partes: de un lado, grupos y coaliciones de izquierda que buscan ganar legitimidad y bolsas de votantes a través de la incorporación de alguna estrella activista a sus listas electorales y grupos parlamentarios (en su versión senil, la estrella es influencer); de otro, cuadros del movimiento feminista o ecologista, líderes antirracistas, etc., que asumen acríticamente tanto los programas de dichos grupos como su actividad política real a cambio de una cuota de visibilidad y de una cierta libertad de discurso. En el peor de los casos, esto se explica por simple ansia de promoción personal. En el mejor (y probablemente más triste), lo que hay detrás es una profunda ingenuidad respecto al funcionamiento estatal y una ausencia flagrante de discusiones y de aprendizajes sobre poder y estrategia en el movimiento de origen.

Asistimos, como resultado de todo esto, a una paradoja de importantes dimensiones: son aquellos sectores autoproclamados independientes los que con tanto celo preservaban antes la autonomía del movimiento, los que con más facilidad han acabado incorporándose a la gestión del Estado, bien de manera directa, bien a través de fundaciones de diverso tipo. La desconfianza contra todo lo impregnado de política (desde los grandes debates estratégicos hasta cualquier militante de un grupo revolucionario, siempre sospechoso de introducir ideas ajenas al movimiento) ha tenido aquí un doble efecto pernicioso.

En primer lugar, ha impedido abordar con la necesaria seriedad asuntos que habrían fortalecido al movimiento y le habrían proporcionado una autonomía real en forma de capacidad de tomar decisiones autónomamente y de manera consciente. Al darse la reflexión estratégica principalmente fuera del movimiento, en espacios de organización política cuyos cuadros intervenían en las luchas ejerciendo de dirección informal y dotándolo de rumbo, éste ha quedado debilitado y, tras la retirada de muchas de estas figuras, inmerso en una profunda crisis. En segundo lugar, ha allanado el camino para la aceptación de trabajos técnicos, pretendidamente ajenos a la política o a la ideología, que tanto han florecido en la era de la tecnocracia de izquierdas (sic) y de la gestión progresista del Estado. La obsesión por la autonomía con respecto a lo político ha llevado, paradójicamente, a una pérdida de autonomía con respecto al Estado.

No estoy sugiriendo que los movimientos sociales no tengan buenos motivos para ser precavidos con respecto a las posibles intenciones de militantes de grupos políticos organizados. La historia nos ofrece suficientes casos de malas prácticas como para tomar este riesgo a la ligera. Sin necesidad de irnos a los debates de hace décadas para encontrar ejemplos (aunque recordar lo ocurrido durante la Transición nunca sea estéril), es de conocimiento público el modo en que diversos partidos han medrado en el movimiento feminista reciente hasta lograr convertir cuestiones como el apoyo a los derechos trans y la lucha por derechos laborales para las trabajadoras sexuales en un partidero de aguas y uno de los factores determinantes para entender los problemas del movimiento a partir de 2019. Pero la solución a esto no pasa por expulsar todo lo político de los espacios sociales (como si esto fuera acaso posible), sino por fortalecerlos ante posibles injerencias dotándolos de solidez política y de una estrategia propia. 

El modo en que muchas personas siguen participando con total tranquilidad en movimientos que plantean, al menos discursivamente, una ruptura de las actuales relaciones sociales, mientras que paralelamente viven a sueldo de ministerios, grupos parlamentarios o institutos de investigación enfocados a reproducir lo existente (y lo hacen, ay, convencidas de la utilidad social de su trabajo), podría causarnos a muchas de nosotras trastornos de personalidad serios. La realidad, sin embargo, es que el Estado se ha demostrado altamente capaz de organizar y centralizar ciertos elementos de la sociedad civil, incorporándolos a lo que en un sentido gramsciano podríamos llamar dinámicas de Estado ampliado. Su presentación como técnicos (en la práctica, funcionarios del movimiento) contribuye a despolitizar las luchas y a reducirlas a una doble forma: de un lado, intervenciones culturales y apropiaciones del espacio público con un cierto grado de radicalidad en el discurso; de otro, canalización de sus demandas a través de decretos, informes técnicos y reuniones con comisiones que acaban convirtiéndose en una mezcla de desactivación política y laberinto burocrático.

Se crea así todo un entramado de lealtades recíprocas y de relaciones clientelares que bloquea la potencia política de las luchas y las condena a una existencia performativa. No en vano, la hipótesis de la presión desde las calles ha sido, entre otras cosas, una hipótesis generacional. Los vínculos personales entre activistas (feministas y ecologistas, pero no sólo) y miembros del gobierno, las trayectorias compartidas y la mayor sensación de representación-reconocimiento (lo de la composición de clase es otro tema) contribuyen a generar un fenómeno que ya Rosa Luxemburg identificó en los burócratas sindicales. A saber: una progresiva integración en el Estado burgués y una identificación de intereses, al menos parcial, con ciertas instituciones democráticas burguesas. La lógica de un gobierno que representa al movimiento y de éste como catalizador de las demandas de la sociedad acaba irremisiblemente convirtiendo a las luchas en correa de transmisión de las necesidades y posibilidades gobernistas. 

Detrás de todo esto se esconde, además, un razonamiento que funciona como coartada para los partidos aliados con el socialiberalismo y que resulta profundamente funcional al gobierno: si la posibilidad de emprender reformas sustanciales, o incluso de aplicar el propio programa, depende del grado de presión existente en la calle, y si éste no parece ser suficiente para lograrlo (la famosa correlación de fuerzas), entonces es evidente que el gobierno, aun queriendo, no puede hacer nada. Y si objetivamente no hay nada que el gobierno pueda hacer, ¿qué sentido tendría exigírselo? No hay alternativa. La hipótesis de la presión desde las calles al gobierno amigo se demuestra, al fin, como hipótesis impotente.

Hacia dónde queremos ir: o por qué ni la autocomplacencia ni el rechazo nos sirven
La experiencia de los últimos años, junto a la ausencia de balances colectivos calmados que permitan extraer aprendizajes y darla por superada, ha dejado un poso traumático entre los y las activistas y ha desencadenado diferentes reacciones. Acostumbrados al vamos despacio porque vamos lejos, ciertos sectores vinculados a las luchas locales recibieron con alivio el abandono del ritmo frenético propio del trabajo institucional (consecuencia de haber sido apartados de los proyectos políticos o, simplemente, de la caída electoral de estos). La vuelta al trabajo desde abajo, a la pancarta en la plaza del barrio y a la concentración de denuncia una vez al mes, supone un refugio seguro frente a las inclemencias de una realidad política que, resquebrajada la ilusión original, no ha resultado ser lo que se esperaba. Lo importante es resistir, actuar sobre lo pequeño y no dejarse engatusar por debates que ni nos van ni nos vienen. Vamos despacio porque vamos lejos… aunque nunca nos hayamos querido plantear a dónde se supone que estamos yendo. 

No se trata de un rechazo al compromiso. Más bien al contrario, estos discursos suelen incorporar una ética del sacrificio que sitúa la entrega personal del activista como demostración incuestionable de su acierto político. Pero el trabajo se hace apenas sin reflexión sobre el sentido del mismo, en base a la repetición de las fórmulas aprendidas y demostrando una cierta afición a las formas más estrechas de la actividad práctica. Tras la celebración de lo existente, del movimiento como fin en sí mismo que no necesita ser superado, asoma la triste constatación de haber renunciado a intentar cambiar el mundo. O peor: de haber abrazado la idea de que la superación del capitalismo no es siquiera posible. Tras la ilusión social vino la ilusión electoral y, tras romperse ésta, sólo queda ya un fatalismo descarnado, mucho cansancio y una sensación desoladora de inevitabilidad histórica. 

Contra la derrota moral que convive de una forma u otra con el oportunismo político (pues, total, no hay alternativa) y como rebote ideológico ante la experiencia de la propia incapacidad colectiva, en el último tiempo encontramos también sectores que niegan, de manera más o menos explícita, la necesidad de las luchas sociales autoorganizadas. En un afán por separarse de los sectores gobernistas y por superar la confusión estratégica, antiguos activistas se vuelven contra los movimientos reprochándoles su imprecisión ideológica, su recurso al demandismo y su lucha por concesiones que no suponen una puesta en jaque a las dinámicas de acumulación y de reproducción del capital. Las y los revolucionarios deberíamos, según esta propuesta, separarnos de aquellos espacios que mantengan prácticas de negociación con el Estado para enfocarnos en construir una acumulación de fuerzas que nos prepare para enfrentarnos a él en algún momento.

Son muchos los debates que están abiertos, pero hay algunas cosas que deberíamos tener claras. Primera: la vuelta a 2012 no es posible ni deseable. La añoranza de un tiempo tranquilo donde el activismo social se dedicaba a sus asuntos sólo demuestra incomprensión del funcionamiento de la historia y renuncia a transformar lo existente. Segunda: el culto al movimiento realmente existente conduce necesariamente a la parálisis política y, en el peor de los casos, a posiciones reaccionarias y a una fuerte infantilización de la clase obrera y sus aspiraciones. Tercera: por su propia naturaleza, no existe potencia de autodesarrollo en los movimientos para poner en jaque al Estado, pero sus victorias fortalecen a la clase y le hacen ganar confianza en su fuerza. Entender y ser partícipe del estado de ánimo de la clase, “trabajar sin falta allí donde estén las masas” (Lenin), es prerrequisito indispensable para no generar un mutuo extrañamiento y acabar deviniendo “doctrinarios de la revolución” (de nuevo Lenin) incapaces de intervenir sobre la realidad concreta.

Reconstruir la clase en un sentido político, sin caer en idealizaciones (pues toda idealización de la clase obrera no puede ser sino idealización del capitalismo que la hace posible) y tratando de superar el momento corporativo, nos exige comprender los movimientos como mediaciones para la lucha de clases. Procesos que no van a resolver problemas estructurales cuya solución no puede darse dentro de las relaciones sociales capitalistas, es cierto, pero cuya importancia radica en que refuerzan a la clase trabajadora e impulsan debates capaces de impulsar saltos reales en los niveles de organización y de conciencia. Las discusiones que se están teniendo en el seno del movimiento por el derecho a la vivienda, capaz de jugar a un mismo tiempo la carta judicial, la presión institucional y la acción directa, y rompiendo la barrera entre personas afectadas que demandan y expertos activistas que resuelven, son un buen ejemplo de esto. Y en otro sentido, los recientes procesos de movilización en defensa de la sanidad pública (que no se agotan en la oposición a una medida legislativa concreta pero tampoco pretenden, como las antiguas mareas ciudadanas, una acumulación abstracta de fuerzas que nunca terminan de ser convocadas) nos dan pistas de cómo articular reivindicaciones inmediatas con horizontes programáticos más amplios.

No se trata de dejarse limitar políticamente por los movimientos, de pretender la imposibilidad de ir más allá de lo que estos plantean en un determinado momento o de reducir el papel de las organizaciones políticas al de meras servidoras de las luchas locales y sus necesidades concretas. Pero sí de entender que las articulaciones sociales y los grandes procesos de movilización determinan las tareas de las y los revolucionarios, en el sentido de que nos plantean nuevas tareas teóricas, políticas y orgánicas, mucho más complejas que las tareas con que podríamos contentarnos antes de que el movimiento apareciera. Aislarse de estos fenómenos es aislarse del proceso real de la lucha de clases, que nunca se da en formas ideales, sino a través de formas híbridas e históricamente concretas.

La autocomplacencia ciega y el rechazo desde el estrado constituyen dos caras de una misma moneda. De un lado, la negativa a asumir el conflicto político y el recurso a la construcción de una cultura propia que se desentiende del mundo; del otro, la renuncia a intervenir en las formas realmente existentes de la lucha de clases. Ante esto y el no hay alternativa que allana el terreno al oportunismo, nuestra tarea pasa por impulsar y trabajar de manera honesta en aquellas luchas que aspiren a conseguir victorias al mismo tiempo que a superar lo que Mandel (1969) llamaba la “dialéctica de las conquistas parciales”. Teniendo en cuenta que la reconstrucción política de la clase requiere de mediaciones entre lo inmediato y el horizonte del socialismo, pero también que salvar el programa de los movimientos pasa necesariamente por no dejarse estrechar por los mismos, y que romper la fragmentación implica trabajar por la unificación política de las luchas. 

Julia Cámara forma parte de la redacción de viento sur, es activista feminista y militante de Anticapitalistas

Referencias

Bensaïd, Daniel (2010) “Lenin: ¡Saltos! ¡Saltos! ¡Saltos!”. Disponible en línea en: https://www.marxists.org/espanol/bensaid/2002/001.htm 

Gramsci, Antonio (2009) La política y el Estado moderno. Barcelona: Público.

Lenin, Vladimir Ilich (1975) “¿Qué hacer?”. En V. I. Lenin, Obras escogidas en doce tomos. Tomo II. Moscú: Progreso.

Lenin, Vladimir Ilich (2012) “La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo”. En V. I. Lenin, Breve manual para romper con el capitalismo. Madrid: Izquierda Anticapitalista.

Liguori, Guido; Modonesi, Massimo; Voza, Pasquale (eds.) (2022) Diccionario gramsciano (1926-1937). Cagliari: UNICApress.

Luxemburg, Rosa (1974) Huelga de masas, partido y sindicatos. Madrid: Siglo XXI.

Mandel, Ernest (1969) La burocracia. Disponible en https://www.marxists.org/espanol/mandel/1969/burocracia.htm

(1974) La teoría leninista de la organización. México: Era.

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