Teoría: Antifascismo
Muerte de Le Pen, triunfo del lepenismo. ¿Y ahora?
20/01/2025
Ugo Palheta
Redactor de Contretemps.eu
Traducción: Viento Sur
Fuente: Contretemps
Jean-Marie Le Pen ha muerto. Hay indignación en los partidos de derecha y en la mayor parte de los «grandes» medios de comunicación por el hecho de que muchos hayan celebrado la desaparición de un jefe fascista. Son los mismos que continúan el trabajo de normalización de la extrema derecha.
Pretenden así que Le Pen, aunque ciertamente haya hecho declaraciones condenables, aunque haya sido un personaje «polémico» que ha cometido algunos «patinazos», debería ser respetado como una parte de la historia política del país. Hay otros, en la constelación de los medios de comunicación Bolloré, que van más lejos, presentándolo como un «alertador», cuando no un «profeta», que habría planteado «buenas preguntas» o «previsto lo que iba a pasar», maravillándose de la constancia de sus «convicciones» o de su «inmensa cultura»[1]Lo que por lo demás es falso, habiendo sido Jean-Marie Le Pen toda su vida un pedante, chapoteando en algunos elementos de cultura clásica aprendidos de memoria en los colegios de jesuítas en que … Seguir leyendo.
Se publicarán buenas necrológicas. Seguramente se difundirán sus frasecitas más violentamente fascistas, machistas u homófobas. Aunque se olvidarán sin duda algunos aspectos menos solubles en la ideología dominante. En esta ideología, la diabolización de Jean-Marie Le Pen ha cumplido una función crucial, asegurando el disimulo de las dimensiones más institucionales y estructurales del racismo y ocultando la contribución de los partidos y de los medios de comunicación dominantes a la progresión del lepenismo.
¿El diablo de la República?
En la Francia de los años 1980-1990, una buena parte de la izquierda y de los movimientos antirracistas y antifascistas -sobre todo los satélites del PS, como SOS Racisme– presentaban al racismo y la xenofobia anti-inmigrantes como virus ideológicos inoculados desde fuera del juego político legítimo -o incluso de la sociedad francesa- por el Front National [FN, Frente Nacional], y en particular por su líder Jean-Marie Le Pen: virus para dividir a la clase obrera fomentando los prejuicios arcaicos de una parte del pueblo francés, y ofreciendo un fácil chivo expiatorio en un período caracterizado por la instalación del paro masivo y la crisis social.
La figura de Jean-Marie Le Pen resultaba entonces cómoda, porque permitía proyectar los rasgos de toda una sociedad (Fanon decía que «una sociedad es racista o no lo es») sobre un solo individuo y sobre un partido cuyos vínculos con el fascismo histórico aparecían todavía evidentes, y de forma insidiosa permitían confinar el racismo, el machismo o la homofobia a este individuo y a su partido. Se podía decir entonces que otros -en esa época Jacques Chirac, al perorar en 1991 sobre «el ruido y el olor» de los negros y de los musulmanes- intentaban hacer de Le Pen para ganar votos, pero esto no suponía ninguna reflexión o interrogación sobre el racismo como producción institucional y el papel crucial jugados por los partidos dominantes.
La diabolización de Le Pen no ha permitido frenar la progresión del lepenismo, pero ha tenido una función de vía de escape. Ha permitido enmascarar la amplitud y la sistematicidad del racismo en la sociedad francesa, y de esta manera no tener nada fundamental que cambiar en la estructura social y el funcionamiento de las instituciones -tan sólo exorcizar el espectro del fascismo, con la mano en el corazón durante las fiestas electorales. Le Pen y el FN han sido así el instrumento para excluir la cuestión de la dominación blanca en Francia, de manera tanto más eficaz cuando había mil y una buenas razones para denunciar a Le Pen y para temer el ascenso del FN: esta tarea de denegar o esquivar la cuestión podía envolverse en las notorias facilidades del eso nunca más.
Pero el cuadro resulta muy diferente desde el momento en que se considera el racismo -en particular el racismo colonial- como una importante dimensión de la construcción del Estado francés (en el contexto de la República imperial y después neocolonial), como un eje central de la hegemonía burguesa, y como un actor fundamental de división en el seno de la clase de las y los explotados. Lo mismo ocurre con las declaraciones incontestablemente antisemitas de Le Pen: no se puede comprender que el FN hubiera agrupado hasta un 17% del electorado en 2002, sin tener en cuenta la muy duradera y profunda implantación del antisemitismo en la sociedad francesa (y más en general en las sociedades europeas).
Retomando y reorientando la metáfora médica, que por supuesto tiene límites, Le Pen ya no es el nombre del virus, sino uno de los síntomas más visibles de una enfermedad extendida durante mucho tiempo en las sociedad europeas, y de manera particularmente virulenta en un viejo imperialismo en declive como Francia.
Se comprende entonces mejor una de las fortalezas de la extrema derecha. Ésta puede presentarse y aparecer como una fuerza de contestación antisistema o políticamente incorrecta, ya que sus dirigentes fueron en un momento los únicos en reivindicar explícitamente lo que estaba implícito y era un eufemismo en la política dominante, y que por ello mismo han sido objeto de una diabolización por parte de los partidos y medios de comunicación dominantes (es verdad que ya no es el caso, como lo demuestra de manera clara la complacencia manifestada estos últimos días hacia Jean-Marie Le Pen).
Pero al mismo tiempo esta fuerza se encuentra en plena continuidad con el orden socio-racial establecido: cómodamente instalado en el sentido común nacional-racial y propiamente colonial de la República Francesa y de su élite política, el FN/RN ha acabado por imponerse, ya no como un partido-paria, sino como la rama más determinada del nacionalismo francés, la expresión política de quienes quieren hacer cualquier cosa para que Francia siga siendo su casa, y desde el punto de vista de la burguesía como un mecanismo de socorro posible en la actual situación de ingobernabilidad.
¿Le Pen contra Le Pen?
No hay nada que guste tanto a los grandes medios de comunicación y a los periodistas dominantes, cuando tratan de política, como los conflictos de personas, los piques y las frasecitas: cosas que pueden ser traducidas fácilmente al lenguaje trivial de las ambiciones decepcionadas o de las complicidades traicionadas, que es la materia prima de la prensa popular. El asqueo del público con los debates de ideas forma parte de la ideología profesional de los periodistas políticos, que no dejan de asociar las discusiones y divergencias políticas a tensiones interpersonales, o a una carrera de caballos por tal o cual puesto.
Desde ese punto de vista, la ruptura entre un padre y su hija a la cabeza de un partido sulfuroso era una especie de bendición para estos medios de comunicación, y habría que contar todas las entrevistas de estos últimos diez años en que han preguntado a Marine Le Pen o a su padre por lo que sintieron en el momento de la exclusión de este último del partido que había fundado 40 años antes, cómo habían vivido este drama personal y familiar, etc. Pero a esta lectura lamentable se ha unido una idea simple, y falsa, que coincidía perfectamente con la estrategia de Marine Le Pen sobre la llamada diabolización: la de una línea dura, intransigente, y de alguna manera anticuada (porque se asociaba a los viejos antojos de la extrema derecha de entreguerras o de la inmediata postguerra), encarnada en el padre, opuesta a una línea moderada, responsable y moderna, representada por la hija.
Así como en 2022 la presencia de Zemmour -y su perfil político casi enteramente volcado al exceso racista, en particular islamófobo- permitió a Marine Le Pen aparecer como una figura tranquilizadora para una parte del electorado tradicional de la derecha, la ruptura con Jean-Marie Le Pen constituyó a mediados de los años 2010 el mejor medio de dar consistencia a la idea de un nuevo FN, pronto rebautizado como Rassemblement national [RN, Agrupación Nacional]. Y no se puede decir que los comentaristas mediáticos hayan sido muy observadores, ni muy interesados en colocar a Marine Le Pen ante eventuales contradicciones, ya que en el mismo congreso de Tours de 2011 (donde fue la nueva presidenta del FN) aseguraba: «Asumo toda la historia de mi partido. Su historia es un todo, por lo que asumo todo».
Si se hubiera profundizado tan sólo un poco, se habría podido ver hasta qué punto el relevo entre el padre y la hija suponía menos un cambio de naturaleza del FN/RN o de su estrategia de conjunto, como una divergencia de táctica política. El verdadero cambio impulsado por Marine Le Pen consistió en abandonar tácticamente todo lo que podía aparecer ahora como un freno para sus ambiciones presidenciales, en particular las dimensiones más explícitamente antisemitas y negacionistas del discurso de extrema derecha -tras haber apoyado, hay que repetirlo en cada ocasión, las declaraciones de su padre durante más de tres décadas- para poner en primer plano el problema del Islam. De esta forma ha radicalizado por medio de la islamofobia la retórica habitualmente xenófoba del FN y operado una readecuación republicana del discurso frentista, permitiendo insertarlo armoniosamente en la islamofobia mainstream.
Si se ha producido la ilusión de una transformación profunda del FN se debe a la muy amplia difusión de la islamofobia, que tiende a hacer aceptable el odio hacia los musulmanes o la sospecha de que éstos desearían infiltrarse en la República para asegurar su dominación, y también al discurso público que convierte a la inmigración y a los inmigrantes en un problema por resolver, y esto viene ya desde los años 1970. La instalación de un doble consenso xenófobo e islamófobo, unido a la afirmación de una nueva laicidad que permite estigmatizar a los musulmanes en nombre de la defensa de la República, tiende a legitimar por adelantado todas las salidas abiertamente racistas del FN, por lo menos cuando atacan a los inmigrantes y descendientes de inmigrantes -y en general a las personas- musulmanas o percibidas como tales.
Se debe señalar además que el antagonismo entre el padre y su hija no estalló cuando Jean-Marie Le Pen, aludiendo al pretendido riesgo de sumersión de Francia por la inmigración, afirmó en mayo de 2014, haciendo alusión a la epidemia que entonces asolaba Africa, que «Monseñor Ébola podría resolver esto en tres meses». Esta declaración no suscitó entonces ninguna condena por parte de la dirección del FN y de su presidenta; al contrario, la apoyó. Tampoco la exclusión de Jean-Marie Le Pen llevó a Marine Le Pen o a los actuales dirigentes del FN/RN a moderar sus discursos sobre esta presunta invasión migratoria, la autodenominada ocupación de Francia por una población extranjera o incluso la llamada colonización al revés que llevaría a la destrucción o a la desaparición de Francia.
¿Cómo este profetismo xenófobo e islamófobo iba a contradecir la tesis mediática de un RN que se había vuelto respetable, cuando la gran mayoría del personal político y mediático dominante comulga también con la idea de un separatismo musulmán y de una infiltración islamo-izquierdista, y que expresa en la más alta cumbre del Estado la retórica (tomada de la extrema derecha) de la descivilización y del asalvajamiento?
Un militante del colonialismo francés
Uno de los aspectos de la trayectoria de Jean-Marie Le Pen -y también de toda la extrema derecha francesa[2]Lo que vale también para lo esencial del campo político francés, hasta la socialdemocracia que fue incorregiblemente colonial en Francia (hasta hoy, lo que guarda relación con la actitud del PS … Seguir leyendo– que se suele eludir en el relato mediático dominante, y dejar casi siempre en silencio, es su fijación por el colonalismo francés y su participación activa en las guerras de la dominación colonial francesa en lo que entonces se denominaba la Indochina y en Argelia.
Se suelen recordar las declaraciones antisemitas y negacionistas de Jean-Marie Le Pen; no tanto el hecho de que muchos de los primeros fundadores del FN fuesen antiguos petainistas, colaboracionistas y miembros de la Waffen SS, lo que resulta inconveniente cuando toda la derecha -incluída la Macronia- busca un acuerdo, más o menos tácito en este momento, con el FN/RN. Pero casi siempre se suele olvidar destacar la gran presencia de antiguos militantes y simpatizantes de la OAS (Organización del Ejército Secreto). Como recuerda el historiador Fabrice Riceputi, se trata de la organización terrorista que ha cometido, y con diferencia, el mayor número de atentados de la historia de Francia.
En el recorrido militante y político de Jean-Marie Le Pen, las guerras de Indochina y de Argelia han desempeñado un papel más estructurante que la colaboración con el ocupante nazi, precisamente porque Le Pen nació demasiado tarde para colaborar. Es verdad que eso no impidió entablar amistades muy duraderas con notorios colaboracionistas, volverse el portavoz de un turiferario de Pétain -el abogado Jean-Louis Tixier-Vignancour- durante la campaña presidencial de este último en 1965, o publicar cánticos nazis a la gloria de las SS y de Hitler en la sociedad de edición musical que creó y dirigió en los años 1960, durante su período de vacas flacas.
La defensa del colonialismo francés jugó un papel primordial para Le Pen por tres razones: en primer lugar como una experiencia formativa políticamente, donde hizo sus primeras armas (tanto en el sentido propio como figurado), y que le dio una especie de aura en los medios de la extrema derecha (puesto que se alistó en el prestigioso regimiento de paracaidistas); también porque el compromiso en la defensa del Imperio permitió a la extrema derecha salir de la completa marginalidad en que la había confinado la colaboración con el ocupante, aunque el resultado fuese desastroso por el momento, con la victoria de los movimientos de liberación nacional, tanto en Indochina como en Argelia; y por último, porque Juan-Marie Le Pen pudo y supo transferir hábilmente al campo político francés el racismo colonial, sobre todo anti-árabes. Este racismo azotaba de mil maneras la vida cotidiana de los inmigrantes argelinos, hasta llegar al asesinato de cientos de ellos y ellas el 17 de octubre de 1961, pero fue Le Pen más que nadie quien lo convirtió en un arma político y electoral eficaz.
Tal vez se dudaría menos del carácter fascista de Le Pen y de su corriente política si se dejase de desvincular el fascismo de la cuestión colonial, si se tomase más en serio la violencia de la empresa colonial francesa (en particular en Argelia) y del racismo que le está asociado, en particular la manera como ha impregnado al cuerpo social francés. Tal vez se habría dado menos crédito a la grotesca tesis inmunitaria de que Francia se habría mantenido alérgica al fascismo a causa de sus valores republicanos, tesis más o menos equivalente a la idea de que la nube de Chernobyl habría tenido la decencia de no atravesar las fronteras francesas.
Tal vez se habría comprendido también que la ruptura verbal y táctica del FN/RN de Marine Le Pen con el antisemitismo cohabitaba con la focalización en la islamofobia, que funciona en Francia como un racismo respetable, legítimo al estar legitimado por décadas de laicidad falsificada y de discursos que hacen aparecer al Islam y los musulmanes como una amenaza, para Francia y/o para la República.
Más allá del anti-lepenismo
Seguro que la gran mayoría de quienes han celebrado la muerte de Le Pen no tienen ninguna ilusión sobre los efectos de su desaparición. Esta muerte era anhelada y esperada, porque era algo exasperante ver sobrevivir durante tanto tiempo, y en la opulencia, a un torturador de argelinos, un promotor asiduo del racismo, del machismo y de la homofobia, que vino a devolver una audiencia masiva al proyecto fascista en la sociedad francesa. Muy ayudado por las políticas neoliberales, que intensificaron todas las concurrencias en la sociedad francesa desde los años 1980, y también por la deriva de la derecha, que radicalizó a su electorado, y las traiciones de la izquierda, que desmovilizaron al suyo.
Le Pen supo captar la oportunidad abierta por la crisis de la representación política iniciada en los años 1980, no sólo porque había un vacío, sino porque supo encontrar las vías para una política de masas partiendo de la visión del mundo propia de la extrema derecha. Éste es el aspecto que nos debe importar más: no las innobles declaraciones proferidas por Jean-Marie Le Pen a lo largo de su larga carrera, con un alcance de provocación que le permitía volver sin cesar al centro del juego político, sino la manera como llegó a transformar la obsesión nacionalista, el resentimiento racista y la nostalgia colonial en fuerza político-electoral. Esto es lo que sigue vivo en la política del FN/RN, sin que importe mucho en el fondo lo que figure explícitamente en el programa electoral de esta partido, que sus dirigentes pronto olvidarán una vez llegados al poder.
Éste es el principal desafío para la izquierda, tanto en Francia como en otros sitios: encontrar (o reencontrar) el camino de una política de masas. Pero desde ese punto de vista el antilepenismo en sentido estrecho está en un impasse. En este estadio de su desarrollo, a la extrema derecha no se le puede hacer frente sólo bajo esta forma estrictamente reactiva y defensiva, ya se trate del antifascismo republicano (que aspira a defender las instituciones contra los fascistas y pretende que las instituciones nos defenderán contra los fascistas) o de un antifascismo más radical que pretende sobre todo impedir a los fascistas aparecer públicamente y constituirse en fuerza militante.
Desde luego, cuando los fascistas intentan implantarse localmente (en un barrio, un pueblo, una ciudad, una universidad, una empresa o una asociación), es crucial cerrarles el camino, por medio de la movilización más amplia y más determinada. Pero cuando la extrema derecha está en las puertas del poder, cuando aparece para una franja importante de la población como la principal fuerza política capaz de poner término a la gran empresa de brutalización macronista, no se le puede hacer retroceder sin contestar este papel, sin proponer una solución a la crisis política, sin ser en suma candidato al poder con una orientación de ruptura con el orden socio-racial establecido. Este es el desafío que debemos afrontar en los meses y años por venir.
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Notas del artículo
↑1 | Lo que por lo demás es falso, habiendo sido Jean-Marie Le Pen toda su vida un pedante, chapoteando en algunos elementos de cultura clásica aprendidos de memoria en los colegios de jesuítas en que fue precozmente escolarizado, y sintiéndose mucho más cómodo en un repertorio de escritores fascistas (sobre todo Brasillach) y de canciones picantes que en la filosofía o la literatura (clásica o contemporánea). Para hacerse una idea, ver: Michel Eltchaninoff, «Quand Jean-Marie Le Pen parlait de philosophie» [«Cuando Jean-Marie Le Pen hablaba de filosofía»], Philosophie Magazine, 7 de enero de 2025. |
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↑2 | Lo que vale también para lo esencial del campo político francés, hasta la socialdemocracia que fue incorregiblemente colonial en Francia (hasta hoy, lo que guarda relación con la actitud del PS actual sobre la cuestión palestina). Hay que recordar en particular el papel de François Mitterrand durante la guerra de Argelia, Ministro de Justicia durante la gran represión de Argel cuando autorizó la ejecución de 45 militantes del FLN argelino y se opuso al 80% de los recursos de gracia. |