Teoría: Imperialismo
¡Alemanes, al frente!
16/03/2023
Wolfgang Streeck
Traducción: El Salto
Fuente: El Salto
De acuerdo con la Ley de Hofstadter, descendiente obviamente de la Ley de Murphy, «todo exige más tiempo del previsto». El año pasado, el primero en familiarizarse con este apotegma de un modo estrepitoso fue el señor de la guerra ruso, Putin, que por supuesto podría haberse ahorrado la conmoción si hubiera seguido el ejemplo de Trotsky y Mao Zedong y hubiera invertido un poco de tiempo en leer a Clausewitz. Tras fracasar en su Operación Militar Especial para capturar Kiev, cuyo desenlace estaba previsto en cuestión de una o dos semanas y cuyo resultado debería haber sido poner fin de una vez por todas al fascismo endógeno y al occidentalismo exógeno de Ucrania, Putin tuvo que enfrentarse a la desagradable perspectiva de una guerra a gran escala de duración indefinida, no sólo con Kiev sino también, de una forma u otra, con Estados Unidos. Menos de un año después, su homólogo estadounidense, Biden, se ha dado cuenta de lo mismo: una victoria ucraniana no se vislumbra en estos momentos en el horizonte y el enorme aluvión de sanciones económicas impuestas contra Rusia y contra el círculo de los oligarcas próximos a Putin ha hecho asombrosamente un daño insignificante a la capacidad rusa de aferrarse al Donbas y a la península de Crimea; entretanto, las elecciones de mitad de mandato de noviembre de 2022 avisaron de modo inequívoco de que la predisposición del electorado estadounidense a financiar la aventura Biden-Blinken-Sullivan-Nuland no es en absoluto ilimitada y señalaron, de hecho, que esta hipótesis de una guerra de desgaste sin final a la vista podría ser un lastre mortal en las elecciones presidenciales de 2024.
Al quedar descartada otra retirada como la de Afganistán –la de 2021 aún no ha sido olvidada ni siquiera por el notoriamente olvidadiza ciudadanía estadounidense– y al no tener Putin más opción que aguantar o ser condenado, corresponde ahora al gobierno de Biden decidir cómo se desarrollará la guerra. A principios de marzo de 2023, parecía que Estados Unidos tenía que elegir entre dos grandes alternativas, que siguen vigentes en estos momentos. Denominemos a la primera la vía de escape china. Desde la visita de un día de Scholz a Pekín el 4 de noviembre pasado, China, y Xi en persona, han instado repetidamente a que el uso de armas nucleares, incluidas las tácticas en el campo de batalla, debe descartarse bajo cualquier circunstancia. Por razones obvias, esto preocupaba más a Rusia que a Estados Unidos o a Ucrania, dadas las deficiencias ya ampliamente visibles de las fuerzas convencionales rusas. Con un presupuesto militar apenas superior al de Alemania –este último resultó desastrosamente inadecuado bajo los auspicios del Zeitenwende [punto de inflexión] de su política de defensa–, Rusia, a diferencia del ejército alemán, tiene que mantener una fuerza nuclear, dotada de la correspondiente estratégica intercontinental, equivalente a la de Estados Unidos, lo cual deja muy poco espacio para la modernización de las fuerzas armadas convencionales, hecho preñado de consecuencias, ahora obvias, y puesto en evidencia durante las primeras semanas de la guerra ante la incapacidad mostrada por el ejército ruso de tomar Kiev, ciudad situada a poco menos de 300 kilómetros de la frontera ruso-ucrania.
China, al indicar a Rusia, dependiente de ella como su aliado más cercano y poderoso, que no vería con buenos ojos el recurso a la respuesta nuclear ante un avance ucraniano armado por Estados Unidos, ha hecho a este país y a la OTAN un favor importante, lo bastante importante en realidad como para que resulte difícil creer que tal advertencia se haya producido sin recibir algún tipo de contrapartida a cambio. Todo invita a pensar que Estados Unidos se ha comprometido a mantener la fuerza militar de Ucrania a un nivel que no pueda crear una situación en la que Rusia se sienta obligada a recurrir al uso de armas nucleares. El resultado de un acuerdo de este tipo, si es que existe, que probablemente sí, sería esencialmente la «congelación» de la guerra: un punto muerto en torno a las actuales posiciones territoriales de los dos ejércitos que podría durar años.
En realidad, si Estados Unidos estuviera dispuesto a jugar una diplomacia de este tipo bajo la égida de China, podría avanzar aun más en esa línea. De un punto muerto a un alto el fuego no hay un gran trecho y de ahí a algo quizá parecido a un acuerdo de paz, aunque fuera sucio como los alcanzados en Bosnia y Kosovo, tampoco hay que recorrer un gran camino. Estados Unidos tendría que entregar al gobierno ucraniano, lo que no debería ser demasiado difícil, dado que él mismo lo ha instalado: «El Señor me lo dio y el Señor me lo ha quitado; bendito sea el nombre del Señor». Desde la perspectiva estadounidense, sin embargo, un defecto importante de este tipo de resolución del conflicto sería que los chinos, a cambio de sus buenos servicios y, en efecto, de la ayuda prestada en la reelección de Biden, podrían esperar una concesión en Asia de un tipo que haría más difícil para este hacer lo que claramente el presidente estadounidense quiere hacer después de concluir con Ucrania: atacar a China de una forma u otra para escapar de lo que se ha dado en llamar en el debate estratégico en curso en estos momentos en Estados Unidos la «trampa de Tucídides», esto es, la necesidad de que una potencia hegemónica en plena posesión de sus funciones ataque a un rival en ascenso con la suficiente antelación como para estar seguro de prevalecer sobre el mismo y conservar así su hegemonía.
Por tentadora que sea la perspectiva de una salida de lo que puede estar a punto de convertirse en el atolladero ucraniano, hay indicios de que Estados Unidos se está inclinando por el segundo planteamiento alternativo, que podemos llamar la europeización y, de hecho, la germanización de la guerra. Do you remember vietnamization? Aunque en última instancia no funcionó, porque a la postre el derrotado fue Estados Unidos y no su sustituto regional, que nunca fue más que el producto de la imaginación estadounidense, la vietnamización dio un respiro a la potencia estadounidense. También permitió a su maquinaria propagandística vender a la opinión pública doméstica la perspectiva de una retirada honorable del campo de batalla, tras entregar esta a un aliado de buena fe políticamente fiable y militarmente capaz. En la década de 1960 no existía tal aliado en el sudeste asiático, pero en la Europa de la década de 2020 quizá las cosas sean diferentes. A diferencia de Afganistán, Estados Unidos podría conseguir desvincularse lentamente de los asuntos operativos de la guerra, presidirla en lugar de dirigirla, dejando el apoyo material, las decisiones tácticas y la comunicación de las malas noticias al gobierno ucraniano a un subcomandante local, que, si las cosas fueran mal, podría servir de chivo expiatorio y de víctima propiciatoria para el Congreso estadounidense, así como para otros actores.
¿Quién podría hacer este trabajo? Está claro que la Unión Europea no podría hacerlo. Está dirigida por una exministra de Defensa, de probada incompetencia, que al trasladarse a Bruselas se libró por los pelos de una investigación parlamentaria sobre su lamentable actuación. Y lo que es más importante, la UE no tiene dinero de verdad, y quién decide en Bruselas los asuntos importantes es un misterio incluso para los iniciados, lo que suele traducirse en decisiones lentas, ambiguas y no sometidas a proceso alguno de rendición de cuentas, todo lo cual no resulta en absoluto útil en una guerra. Tampoco se le puede dar ese trabajo al Reino Unido, que al abandonar la Unión Europea se ha aislado de su maquinaria legislativa. Además, el Reino Unido ya actúa como ayudante de campo global de Estados Unidos, ayudándole a construir su frente mundial contra China, potencialmente el próximo objetivo de su guerra eterna. Igualmente descartable es el famoso «tándem» franco-alemán, un artilugio del que nadie sabe a ciencia cierta si es algo más que una quimera periodística o diplomática.
Queda Alemania y, de hecho, analizando las cosas retrospectivamente, uno tiene la sensación de que Estados Unidos ya la ha preparado durante un algún tiempo como su lugarteniente para la sección ucraniana de la guerra global por los «valores occidentales». La germanización del conflicto ucraniano evitaría que el gobierno de Biden tuviera que contraer una deuda con los chinos a cambio de su ayuda para retirarse de una guerra que amenaza con en un conflicto impopular domésticamente. Los esfuerzos por convertir a Alemania en su representante europeo pueden sustentarse en el legado de la Segunda Guerra Mundial, que incluye una fuerte presencia del ejército estadounidense en suelo alemán, basada parcialmente todavía en derechos legales que se remontan a la rendición incondicional alemana de 1945. En la actualidad, se hallan estacionados aproximadamente 35.000 efectivos estadounidenses en Alemania, acompañados por 25.000 familiares y atendidos por 17.000 empleados civiles, un contingente de población superior al existente en cualquier otro lugar del mundo excepto, al parecer, Okinawa. Dispersas por todo el país, Estados Unidos mantiene 181 bases militares, las mayores de las cuales son Ramstein, en Renania-Palatinado, y Grafenwöhr, en Baviera. Ramstein sirvió de cuartel general operativo en la Guerra contra el Terrorismo, desde donde se coordinaron, entre otras cosas, los vuelos de prisioneros de todo el mundo con rumbo a Guantánamo, y sigue siendo el puesto de mando de las intervenciones estadounidenses en Oriente Próximo. No menos importante, las bases estadounidenses en Alemania albergan un número desconocido de cabezas nucleares, algunas de ellas para que las fuerzas aéreas alemanas las lancen sobre objetivos especificados por Estados Unidos utilizando cazabombarderos certificados por este país (bajo lo que se denomina «participación nuclear»).
Hubo momentos durante el periodo de posguerra en los que los gobiernos alemanes intentaron desarrollar una política de seguridad nacional propia, como sucedió con la política de distensión de Willy Brandt, observada con recelo por Nixon y Kissinger; con la negativa de Schröder, junto con Chirac, a unirse a la denominada «Coalición de Voluntarios» en su frustrada búsqueda de armas de destrucción masiva en Iraq; con el veto de Merkel en 2008, al alimón con Sarkozy, a la admisión de Ucrania en la OTAN; con el intento de Merkel y Hollande, que culminó en los Acuerdos de Minsk I y II, de mediar en el logro de un acuerdo de uno u otro tipo entre Rusia y Ucrania; y con la obstinada negativa de Merkel a tomarse en serio el objetivo de la OTAN de conseguir un presupuesto de defensa situado en el 2 por 100 del PIB. En 2022, sin embargo, el declive del Partido Socialdemócrata y el ascenso de los Verdes debilitaron la capacidad y, de hecho, el deseo, de Alemania de buscar al menos un mínimo de autonomía estratégica, lo cual quedó patente a los dos días de iniciada la guerra con el discurso del Zeitenwende pronunciado por Scholz en el Bundestag, que en todo caso fue una promesa hecha a Estados Unidos de que no volvería a producirse una insubordinación del tipo de las protagonizadas por Brandt, Schröder y Merkel.
Es posible que Scholz confiara en que el fondo especial de 100 millardos de euros (Sondervermögen) reservado para modernizar la Bundeswehr, esto es, el ejército alemán, en su totalidad materializado en deuda e invisible en las cuentas fiscales corrientes, calmaría cualquier sospecha restante de posible desobediencia alemana. Por el contrario, en 2022, durante el primer año de la guerra, se efectuaron diversos test, diseñados y ejecutados por expertos estadounidenses en gobernanza global, para evaluar la verdadera profundidad de la conversión alemana de su pacifismo de posguerra a una posición proclive al occidentalismo angloestadounidense. Cuando, pocas semanas después del discurso del Zeitenwende, los observadores escépticos indicaron que los 100 millardos de dinero fresco ni siquiera habían empezado a gastarse, al gobierno alemán no le bastó con señalar que el nuevo material tenía que encargarse antes de poder pagarse y que antes de encargarse debía elegirse. Así que, para mostrar su buena voluntad, Alemania se apresuró a firmar un contrato para la adquisición de treinta y cinco F-35 con el gobierno de Estados Unidos y no, como cabría pensar, con sus fabricantes, Lockheed Martin y Northrop Grumman. El avión, durante mucho tiempo objeto de deseo de la ministra de Asuntos Exteriores de los Verdes, va a sustituir a la supuestamente anticuada flota de Tornados, que Alemania mantiene para su «participación nuclear». Por un precio estimado de 8 millardos de dólares, incluidas reparaciones y mantenimiento, se promete la entrega de los aviones hacia finales de esta década, con la única salvedad de que el gobierno estadounidense podrá ajustar unilateralmente el precio al alza cuando lo considere oportuno.
Al final, el acuerdo sobre los F-35 no brindó a los alemanes más que un breve respiro. Mientras las diversas ramas militares de las fuerzas armadas alemanas y los grupos de presión domésticos y extranjeros disputaban sobre la mejor manera de gastar el resto de los fondos, Scholz, para calmar la impaciencia estadounidense, despidió a la ministra de Defensa, un antiguo cuadro de confianza del SPD, que había sido nombrada en contra de su voluntad para satisfacer las supuestas demandas públicas de paridad de género. Poco antes de que tuviera que abandonar su cargo, una de sus posibles sucesoras, que ejercía de «defensora del pueblo» de la Bundeswehr, exigió que los 100 millardos de euros se convirtieran en 300 millardos. Pocos días después, el puesto se cubrió con el hasta entonces ministro del Interior del Estado de Baja Sajonia, un hombre que también carecía de experiencia militar, pero que irradiaba algo así como una competencia gerencial total. Una de las primeras cosas que hizo fue resolver una ambigüedad hasta entonces cuidadosamente cultivada en el discurso del Zeitenwende, que era si los 100 millardos debían elevar el presupuesto regular de defensa hasta alcanzar el 2 por 100 exigido por la OTAN, o si debían añadirse a este a modo de sanción por las negligencias cometidas en el pasado por Alemania en cuestiones de defensa. De acuerdo con el nuevo ministro de Defensa alemán, Pistorius, la opción correcta era la segunda, por lo que el gasto regular en defensa tendría que crecer en 10 millardos de euros cada año durante los siguientes con independencia de lo que se gastara del Sondervermögen. Además, cuando el secretario general de la OTAN, Stoltenberg, a punto de convertirse en jefe del banco central noruego –una sinecura como no hay otra–, hizo saber que el 2 por 100 se convertía a partir de ahora en el nuevo umbral mínimo, establecido para ser superado, Pistorius fue uno de los primeros altos cargos alemanes en mostrar su acuerdo.
Mientras tanto, en septiembre de 2022, la siguiente prueba exigida a Alemania, una vez más dura, fue la destrucción de los gasoductos Nord Stream 1 y 2 por un grupo de asalto estadounidense-noruego, de acuerdo con lo indicado por Seymour Hersh. En este caso, la tarea del gobierno alemán era fingir que no tenía ni idea de quién lo había hecho, guardar silencio sobre el asunto y conseguir que la prensa alemana hiciera lo propio o bien dijera a la opinión pública que había sido «Putin». Esta prueba fue brillantemente superada. Cuando una diputada del Bundestag del Linkspartei –la única de 709 diputados y diputadas– preguntó al gobierno unas semanas después del suceso qué sabía al respecto, se le dijo que por razones de Staatswohl –el bienestar del Estado– no se respondería a tales preguntas ni ahora ni en el futuro. Y al día siguiente de que Hersh hiciera públicos sus hallazgos, el Frankfurter Allgemeine Zeitung informó sobre ello bajo el título «Kreml: USA haben Pipelines beschädigt» (Kremlin: Estados Unidos ha destruido los oleoductos).
Otra prueba de lealtad, esta vez más larga y acumulativa, llevada a cabo en paralelo con la batalla del presupuesto, se refería a la entrega de armas y municiones al ejército ucraniano. Ucrania había sido desde 2014 el país industrializado que había registrado el mayor aumento anual, con diferencia, de su gasto en defensa, el cual no había sido pagado, sin embargo, por sus oligarcas, sino por Estados Unidos en pro de la llamada «interoperabilidad» entre el ejército ucraniano y la OTAN (oficialmente declarada como alcanzada en 2020). Aunque ello pudo ser motivo de preocupación para los generales rusos, que seguramente eran conscientes del deterioro de sus fuerzas convencionales tras la decisión de Putin de seguir el ritmo de modernización de las fuerzas nucleares estadounidenses, desde el primer día del ataque ruso se pidió a los Estados de la OTAN que enviaran armas a Ucrania cada vez más potentes y en mayor número. Cuando con el paso del tiempo se hizo evidente que Ucrania sería incapaz de resistir la embestida rusa sin el flujo constante de apoyo material procedente de un Occidente reactivado, Estados Unidos insistió en que los países europeos soportaran una parte cada vez mayor de esta carga, incluidos aquellos países considerados culpables de haber descuidado sus fuerzas armadas, lo cual se refería en particular y sobre todo a Alemania. Sin embargo, pronto se evidenció que los ejércitos nacionales no estaban realmente entusiasmados con la idea de tener que ceder a Ucrania parte de su material más preciado y prestigioso, alegando que ello mermaría su capacidad para defender sus propios países. Es posible que detrás de su reticencia subyaciera el temor a que lo que entregaban a los ucranianos cayera en manos del enemigo, sufriera daños irreparables en el campo de batalla o se vendiera en el mercado negro internacional sin esperanza alguna de devolución ni tan siquiera del material prestado formalmente. Otra preocupación de los ejércitos nacionales europeos se refería a sus perspectivas de rearme por parte de sus gobiernos una vez que la guerra haya terminado y Ucrania tenga que ser reconstruida de modo realmente ejemplar por «Europa», como ha sido incansablemente prometido desde Bruselas por Ursula von der Leyen. También afloraron preocupaciones, típicamente expresadas en público por militares retirados de alto rango, sobre la posibilidad de que los países europeos se vieran arrastrados a una guerra, cuya conducción y objetivos habían sido dejados por los gobiernos europeos, tal y como exigían Estados Unidos y las diversas opiniones públicas, en manos de los ucranianos. Y no menos importante, flotaba en el aire la preocupación de que si la guerra llegara ahora a su fin, Ucrania contaría con las fuerzas terrestres más importantes y mejor equipadas de Europa.
De nuevo fue Alemania, con diferencia el mayor país de Europa Occidental, quien ha tenido que demostrar, por encima de cualquier otro Estado europeo y bajo la atenta mirada de Estados Unidos y los medios de comunicación internacionales, su predisposición a «apoyar a Ucrania». Al principio, la entonces ministra de Defensa alemana había ofrecido cinco mil cascos y chalecos antibalas como apoyo al ejército ucraniano, decisión ampliamente ridiculizada por los aliados del país y, cada vez más, por su opinión pública. En los meses siguientes se exigió y suministró armamento cada vez más potente, incluidos misiles de defensa antiaérea como el sistema Iris-T, que aún no ha llegado ni siquiera a las tropas alemanas, y el poderoso obús antitanques Panzerhaubitze 2000. En cada ocasión, el gobierno de Scholz había trazado primero una línea roja, sólo para tener que cruzarla más tarde bajo la presión de sus aliados, así como de sus dos socios menores de coalición, los Verdes y los Liberales: los primeros controlan el Ministerio de Asuntos Exteriores, los segundos la Comisión de Defensa del Bundestag, presidida por un diputado del liberal FDP de Düsseldorf, sede de Rheinmetall, uno de los mayores productores de armas de Europa y del mundo.
En el invierno de 2022, el debate sobre el envío de armamento de Ucrania empezó a centrarse en los carros de combate. Aquí, en particular, Alemania tuvo que ser empujada paso a paso para avanzar hacia modelos cada vez más potentes, empezando por los vehículos blindados de transporte de tropas hasta ese famoso carro de combate alemán, el Leopard 2, un éxito mundial de exportación construido por un consorcio liderado por, bueno, Rheinmetall. (Alrededor de 3.600 Leopard 2 de la línea de producto más avanzada 2A5-plus se han vendido hasta ahora en todo el mundo a entusiastas partidarios de los valores occidentales como Arabia Saudí, por su incansable esfuerzo por llevar la paz a Yemen). En parte porque los tanques alemanes ocupan un lugar destacado en la memoria histórica rusa, pero también porque no había indicios de que Alemania pudiera opinar sobre el uso que se daría a sus tanques (desde la frontera ucraniana hasta Moscú no hay más de 500 kilómetros), Scholz ofreció al principio, como de costumbre, una razón tras otra por las que, lamentablemente, no se podría suministrar ningún Leopard 2. Como respuesta a ello, algunos de los aliados de Alemania, en particular Polonia, Países Bajos y Portugal, hicieron saber que estaban dispuestos a donar sus Leopards, aunque Alemania no lo hiciera. Polonia incluso anunció que enviaría Leopards a Ucrania sin la preceptiva licencia alemana, si fuera necesario, la cual es legalmente imperativa a tenor de los términos de la política alemana de exportación de armas.
La forma en que continuó esta historia puede haber tenido una importancia determinante para el futuro curso de los acontecimientos. Acorralada por sus aliados europeos, Alemania dejó de oponerse al envío de Leopard a Ucrania, siempre que Estados Unidos accediera también a suministrar su principal carro de combate, el M1 Abrams (otro éxito mundial de exportación, con una producción total hasta el momento de 9.000 piezas). Como «primer paso», Alemania prometió suministrar catorce de sus trescientos veinte Leopard a Ucrania, formando un regimiento de tanques por cuenta alemana, que se entregaría en un plazo de tres meses. A continuación, procedería a crear dos batallones de tanques, dotados de cuarenta y cuatro Leopard 2 cada uno, a partir de sus propios Leopard y de los aportados previsiblemente por sus socios europeos, incluyéndose en este suministro la formación de las dotaciones, las piezas de repuesto y la munición, de modo que los tanques estarían preparados para ser entregados al ejército ucraniano listos para el combate. (Según determinadas estimaciones de los expertos, Ucrania necesitaría aproximadamente cien Leopard del último modelo para mejorar significativamente su capacidad militar de defensa).
En este punto, justo en el momento en que se celebraba la Conferencia de Seguridad de Múnich, se produjeron dos sorpresas desagradables. En primer lugar, resultó que los aliados europeos de Alemania, una vez vencida su resistencia, descubrieron todo tipo de razones por las que debían conservar sus Leopard, con o sin licencias de exportación, dejando el suministro de carros de combate a Ucrania esencialmente en manos alemanas. (En total, las fuerzas armadas de la OTAN disponen de unos 2.100 tanques Leopard, tanto del modelo 1 como del 2). Y, en segundo lugar, la investigación periodística estadounidense, efectuada en particular por The Wall Street Journal, reveló que los carros Abrams no aparecerían en escena hasta dentro de unos años, si es que realmente lo hacían en algún momento, algo que los negociadores alemanes parecen haber pasado por alto, o que sus homólogos estadounidenses les habían pedido que pasaran por alto, y que desde luego no habían compartido con la opinión pública alemana.
Al final, por lo tanto, el gobierno de Scholz se encontró con las manos en la masa como único proveedor de los tanques Leopard a Kiev. Lo que hizo esta situación aún más incómoda fue que, precisamente el día en que los alemanes habían aceptado el acuerdo de los Leopard, el gobierno ucraniano declaró que, ahora que esto se había conseguido, el siguiente punto de su lista de deseos serían aviones de combate, submarinos y acorazados sin los cuales no había esperanza de que Ucrania ganara la guerra de la forma acordada con sus aliados. (El antiguo embajador de Ucrania en Alemania hasta octubre de 2022 y ahora viceministro del Ministerio de Asuntos Exteriores ucraniano desde el pasado mes de noviembre, tuiteó el 24 de enero, en inglés: «¡Aleluya! ¡Jesucristo! Y ahora, queridos aliados, establezcamos una poderosa coalición de aviones de combate para Ucrania con F-16 y F-35, Eurofighter & Tornado, Rafale & Gripen & todo lo que podáis aportar para salvar a Ucrania»). Por si fuera poco, durante la Conferencia de Seguridad de Múnich, la delegación ucraniana pidió a Estados Unidos y al Reino Unido bombas de racimo y bombas de fósforo, prohibidas por el derecho internacional pero, como señalaron los ucranianos, almacenadas en grandes cantidades por sus aliados occidentales. (El Frankfurter Allgemeine Zeitung, siempre deseoso de no confundir a sus lectores, calificó en su informe las bombas de racimo de umstritten [controvertidas] y no de ilegales).
Para la coalición gobernante alemana, pero también para el Gobierno de Biden, una cuestión crucial respecto a la asignación de un papel protagonista a Alemania es si el pacifismo de posguerra del país sigue siendo lo suficientemente fuerte como para interferir en estos planes. La respuesta es que puede que no lo sea. A diferencia de Estados Unidos, la abolición del servicio militar obligatorio parece haber facilitado la consideración de la guerra como un medio apropiado al servicio del bien: a diferencia de Ucrania, en Alemania los hijos, novios y maridos no corren el riesgo de tener que ir al campo de batalla. En gran parte de la generación más joven, el idealismo moral encubre el crudo materialismo de matar y morir. En el seno y en el entorno del partido de los Verdes ha ido surgiendo desde el comienzo de la guerra algo así como un nuevo gusto por el heroísmo en la que hasta hace poco se consideraba una generación posheroica. Ya no hay padres, y desde luego no abuelos, que puedan informar de primera mano sobre la vida y la muerte en las trincheras. Parece que se sueña con un tipo de guerra higienizada y aséptica, ejecutada estrictamente según la Convención de La Haya, al menos por nuestra parte: ya no se trata de una cuestión de guerra y paz, sino de crimen y castigo, cuyo objetivo último, digno de cobrarse cientos de miles de vidas humanas, es que Putin comparezca ante un tribunal.
También puede haber factores específicamente alemanes en juego. En la generación afín a los Verdes, el nacionalismo como fuente de integración social ha sido sustituido, más que en ningún otro lugar de Europa, por un maniqueísmo omnipresente que divide el mundo, tanto entre países como en el seno de los mismos, en dos bandos: el bien y el mal. Existe una necesidad urgente de estudiar y comprender este cambio en el espíritu de la época alemán, que parece haber evolucionado de forma gradual y en gran medida inadvertida. Sus implicaciones políticas suponen de una u otra forma que, a diferencia de lo que ocurre en un mundo de naciones, no puede existir una paz basada en el equilibrio de poder e intereses, sino sólo una lucha incesante contra las fuerzas del mal, que son esencialmente las mismas a escala internacional y nacional. Es evidente que esto guarda cierta semejanza con los conceptos estadounidenses de la política, compartidos tanto por los neoconservadores como por los idealistas demócratas, encarnados en alguien como Hilary Clinton. El síndrome parece ser particularmente fuerte en el lado izquierdo del espectro político alemán, que en el pasado habría sido la base natural del movimiento contra la guerra y a favor de la paz o, al menos, a favor del alto el fuego. Ahora, sin embargo, ni siquiera Die Linke consideró oportuno respaldar la manifestación a favor de la paz organizada el 25 de febrero por Sahra Wagenknecht y Alice Schwarzer, icono feminista de Alemania, a riesgo de que el partido se rompiera y dejara de ser una fuerza política.
Además, los alemanes de posguerra han tendido durante mucho tiempo a escuchar con simpatía a los no alemanes, que les atribuían determinadas deficiencias morales colectivas y les exigían algún tipo de humildad, expresada esta de una forma u otra. Es difícil pensar en otra cosa capaz de explicar la extraordinaria popularidad de la que ha gozado durante esta guerra el mencionado embajador ucraniano en Alemania, un tal Andrej Melnyk, fan desvergonzado del terrorista, colaborador nazi y criminal de guerra Stepan Bandera y de su colíder de los nacionalistas ucranianos durante los años de entreguerras y bajo la ocupación alemana, también llamado Andrej Melnyk. A través de Twitter, Melnyk insultó sin descanso a figuras políticas alemanas, desde el presidente federal Steinmeier para abajo, por no apoyar suficientemente a Ucrania, utilizando un lenguaje que en cualquier otro país habría provocado la revocación de su credenciales diplomáticas. Apenas transcurrió una semana en la que Melnyk no fuera invitado a uno de los programas de entrevistas semanales de la televisión alemana, donde no dejaba de acusar a los líderes políticos alemanes de conspirar de un modo genocida con Rusia contra el pueblo ucraniano. Desde su nuevo puesto como viceministro de Asuntos Exteriores, Melnyk ha seguido ocupando un lugar destacado en el debate alemán sobre las obligaciones del país hacia Ucrania. Por ejemplo, refiriéndose a un artículo publicado en el Süddeutsche Zeitung en el que Jürgen Habermas, a ojos de muchos demasiado comedido y demasiado tarde, abogaba por un alto el fuego en Ucrania para permitir las negociaciones de paz, Melnyk tuiteó: «Que Jürgen Habermas esté también tan descaradamente al servicio de Putin me deja sin palabras. Una vergüenza para la filosofía alemana. Immanuel Kant y Georg Friedrich Hegel se revolverían de vergüenza en sus tumbas». (Para una muestra del tono de gran parte de la discusión en Alemania, véase un tuit de un joven aspirante a comediante, un tal Sebastian Bielendorfer: «Sahra Wagenknecht es simplemente la cáscara vacía de un grupo de células completamente depravadas mental y humanamente. No debería ser invitada a programas de entrevistas, debería ser tratada». Un día después: «Twitter ha borrado el tuit. Lamentable. La verdad permanece»).
Si consideramos todos estos extremos conjuntamente, desde las elecciones de medio mandato estadounidenses parece existir un intento concertado por parte de Estados Unidos y de la OTAN para arrastrar a Alemania a la guerra en la que debería asumir un papel cada vez más destacado y activo. Otros países europeos han aprendido a lo largo del año a empujar a Alemania para que ellos mismos puedan mantenerse al margen (Países Bajos) o perseguir sus intereses con mayores perspectivas de éxito (Polonia y los países bálticos). Alemania, por su parte, cansada de que otros la empujen hacia adelante, podría optar incrementalmente por empujarse a sí misma. Ya el año pasado, los líderes socialdemócratas, incluido el nuevo presidente del partido, Lars Klingbeil, hablaron abiertamente de que Alemania tenía que liderar Europa y de que estaba dispuesta a hacerlo. Es importante destacar que ya no se mencionó a Francia en este contexto. Tras haber fingido durante demasiado tiempo que no estaba implicada en tal tarea, puede que ahora una Alemania más segura de sí misma opte por asumir exactamente tal función. Un posible papel que Alemania podría asumir de modo creciente en el curso de este proceso podría ser el de subcontratista político y militar privilegiado de Estados Unidos tras haber sido lo suficientemente humillada públicamente en los episodios del Nord Stream y del Leopard 2 como para comprender que para evitar ser mangoneada por la potencia estadounidense debe estar dispuesta a liderar Europa en su nombre, recibiendo sus órdenes de Washington a través de Bruselas, siendo Bruselas no la capital de la UE sino la de la OTAN, esto es, al hilo de la emergente línea de mando visualizada por el orden de los asientos de las conferencias de Ramstein con Estados Unidos. Ucrania y Alemania se sentaban en la cabecera de la mesa. En esta nueva función en curso de asunción, Alemania se encargaría de reunir y pagar las armas que las fuerzas ucranianas considerasen necesarias para su victoria final, con el riesgo, en caso de que dicha victoria no se materializase, de ser declarada culpable, en lugar de Estados Unidos, de incompetencia, cobardía, mezquindad y, por supuesto, simpatía con el enemigo.
Con el paso del tiempo, la participación indirecta de Alemania en la guerra podría ser cada vez más directa, incrementándose por una pendiente resbaladiza al hilo de su papel de proveedor de armamento a Ucrania. Ya ahora, un número considerable de tropas ucranianas están siendo entrenadas en Alemania en bases estadounidenses, pero cada vez más también en bases de la Bundeswehr, y no pocos alemanes, en su mayoría radicales de derecha, están luchando en legiones internacionales con el ejército ucraniano. Muy pronto, los Leopard, una vez que hayan llegado al campo de batalla, necesitarán ser revisados y reparados, lo que puede requerir enviarlos de vuelta a Alemania. Rheinmetall ha anunciado que instalará una planta en Ucrania para fabricar en torno a cuatrocientos Leopard al año, partiendo obviamente de la base de que la guerra durará lo suficiente como para que los carros de combate de producción ucraniana entren en funcionamiento y para que la planta resulte rentable. Por supuesto, la fábrica tendrá que estar protegida por la correspondiente defensa antiaérea, mejor operada, cabe imaginar, por equipos alemanes experimentados. En cuanto a los aviones de combate, lo más seguro sería estacionarlos lejos del campo de batalla, tal vez en algún lugar de Renania, donde ya existen las instalaciones necesarias para su mantenimiento. Los especialistas en derecho internacional debatirán si este tipo de apoyo entre bastidores convierte o no a un país en combatiente; en última instancia, serán los chinos, y no un tribunal de justicia, quienes decidan qué medidas puede tomar Rusia como respuesta a este conjunto de iniciativas.
La visita sorpresa del canciller alemán a Washington el pasado 4 de marzo, sin que ninguna de las partes facilitara información sobre lo que se habló en la conversación de ochenta minutos mantenida entre Biden y Scholz a puerta cerrada, puede haber servido para que el primero le leyera la cartilla al segundo, explicándole lo que significará para Alemania, política, material y militarmente, ser un aliado fiable de Occidente. También puede haber sido el momento de compartir con el gobierno alemán la «narrativa» que los servicios secretos estadounidenses han urdido para contrarrestar el informe de Hersh, diciéndoles a los alemanes que este iba a ser el resultado preliminar oficial de su investigación, sometiéndoles así a otra prueba credo quia absurdum de cuánto van a tener que aguantar en aras de la unidad occidental.
Muy posiblemente, de lo que también se habló fue de qué hacer cuando ya no pueda mantenerse en secreto la sabiduría compartida por la totalidad de los expertos militares, bastante trivial por otro lado, de que una guerra terrestre sólo puede ganarse en última instancia sobre el terreno. A más tardar en ese momento, habría que abordar la cuestión de cómo reemplazar a los numerosos soldados ucranianos que para entonces ya estarán muertos, heridos o habrán desertado. ¿Podría ser ésta la hora del «ejército europeo», entrenado por la Bundeswehr y equipado a expensas alemanas con productos de calidad diversificada de Rheinmetall y otros fabricantes armamentísticos? Las tropas podrían reclutarse como voluntarios en los países de Europa del Este o entre aspirantes a inmigrantes de otros países, con la ciudadanía europea disponible para las tareas posteriores al servicio, siguiendo el modelo del primer ejército europeo, las legiones romanas multinacionales. Los comandantes en el campo de batalla, indispensables incluso en la era de la inteligencia artificial, podrían tener dos pasaportes, uno de ellos ucraniano y otro «europeo», muchos de ellos expedidos recientemente. También podrían encontrarse otras formas de implicar a Alemania en la guerra sin necesidad de volver al servicio militar obligatorio; como los ucranianos, según von der Leyen, están dando libremente sus vidas por nuestros «valores», no habría necesidad de que Alemania reinstaurara el servicio militar obligatorio a riesgo de un colapso del apoyo popular. Por otra parte, nunca se sabe.
Sin embargo, también existe otro camino que podría seguirse con Alemania como franquicia europea de Estados Unidos. Los indicios apuntan a que las crecientes e interminables demandas del gobierno ucraniano de más y más armas han provocado el desencanto de los estadounidenses con su aliado ucraniano, especialmente a medida que disminuye la disposición del Congreso a seguir financiando la guerra. También puede aletear el recuerdo de la petición pública del presidente Zelensky de que Estados Unidos tomara represalias nucleares por la supuesta explosión de un misil ruso en suelo polaco, que más tarde resultó ser un misil ucraniano extraviado. Añádase a esto la petición pública de bombas de racimo, fruto quizá de la exuberancia momentánea por el éxito de la obtención de los Leopard 2. Visto desde este ángulo, que la fabricación por los servicios secretos estadounidenses de un relato alternativo de la destrucción de los gasoductos Nord Stream contenga una referencia a Ucrania puede leerse como una señal de advertencia al gobierno de Kiev.
Al retirarse de la dirección operativa de la guerra ucraniana, subcontratándola a Alemania, Estados Unidos podría ahorrarse la vergüenza de tener que informar a Kiev de que el apoyo occidental a sus objetivos bélicos más ambiciosos no es ilimitado. Alemania, por su parte, podría intentar hacer lo que a veces hacen los agentes, si su principal no puede controlar en detalle lo que están haciendo supuestamente en su nombre. Habiendo asumido el liderazgo europeo exigido por Estados Unidos, Alemania puede hallarse en condiciones de oponerse a los intentos ucranianos de involucrarla más en la guerra, de ir más allá de la mera congelación del conflicto hacia algo parecido a un pacto en la línea de los Acuerdos Minsk II. Ayudando a Estados Unidos a liquidar parte de su posición en Ucrania, puede hacerle un favor que reavive una hermosa amistad.
Por otra parte, que Alemania sea capaz de hacerlo dependerá en gran medida de que logre enfriar el nuevo entusiasmo por la guerra que se ha apoderado especialmente del sector de la opinión pública alemana ligado a los Verdes. Baerbock y sus seguidores denunciarán como traición y desprecio a la «capacidad de acción» ucraniana todo lo que no sea un cambio de régimen en Moscú. Los espíritus convocados para provocar el Zeitenwende no se esfumarán fácilmente, si se les ordena hacerlo. Es posible que la retórica del primer año de la guerra haya excluido durante algún tiempo cualquier pacificación no consistente en la victoria total, haciendo imposible poner fin a la matanza en poco tiempo, incluso después de que Estados Unidos haya perdido interés en ella. No hay que olvidar, por otro lado, que la destrucción del gasoducto Nordstream ha privado a Alemania, probablemente de forma intencionada, de la posibilidad de ofrecer a Rusia la reanudación del suministro de gas a cambio de su participación en algo parecido a un proceso de paz, en el mejor de los casos con una hoja de ruta adjunta, al igual que conviene tener en mente la salva de sanciones económicas controladas, de facto, por Estados Unidos.
Durante la rebelión de los bóxers en 1900, el Cuerpo Expedicionario Europeo dirigido por Sir Edward Hobart Seymour, almirante de la Marina Real británica, se dirigía de Tientsin a Pekín. Cerca de su destino se encontró con una feroz resistencia china. En el momento de mayor necesidad, el almirante Seymour ordenó al comandante del contingente alemán, Kapitän zur See von Usedom: «¡Los alemanes, al frente!». La tradición militar alemana considera con orgullo el episodio como un momento de supremo reconocimiento internacional de la destreza militar alemana. La historia a veces se repite.
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