Teoría: Historia

Una vida de compromiso revolucionario

10/04/2023

Daniel Bensaïd / Enzo Traverso

 

Traducción: Viento Sur

Una historia sin arrugas

Daniel Bensaïd

La contribución de Livio Maitan a la historia de la IV Internacional representa tanto un testimonio vivo como la transmisión de un legado.

En realidad, fue uno de los últimos en poder hacerlo, uno de los últimos mohicanos de una generación que, a contracorriente de la euforia circundante y de la gloriosa leyenda de Stalingrado, descubrió al final de la guerra los crímenes de Stalin sin esperar a las revelaciones del informe Jruschov, el Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn o la macabra contabilidad del Libro Negro del Comunismo. No fueron muchos los que se atrevieron a dejar de lado la historia. Tal vez, para no ceder a la irracionalidad de la época, era necesario cierto heroísmo de la razón, así como un deseo feroz de comprender lo incomprensible, de descifrar los jeroglíficos de la historia, de desentrañar el entramado de causas y efectos.

El libro de Livio da testimonio de estos esfuerzos, perseguidos con perseverancia durante más de cinco décadas. Hace justicia, sin sentimentalismos innecesarios, a este puñado de hombres y mujeres inflexibles que se negaron a elegir un bando, según la retórica binaria demasiado simple de quien no está conmigo está contra mí, y que lucharon en dos frentes, contra el enemigo principal (la dictadura imperial del capital) y un enemigo considerado secundario, pero no menos temible (el despotismo burocrático).

Cuántas burlas y ridículos tuvieron que soportar estos militantes, a menudo expuestos a la doble represión del enemigo declarado, por un lado, y, lo que era moralmente aún más inaceptable, de aquellos que deberían haber sido sus compañeros de armas. Hizo falta toda su convicción y rectitud para salvar a las víctimas de las purgas y los juicios de la gran mentira histórica: Andreu Nin, asesinado en las bodegas de Alcalá de Henares, Ignace Reiss, Rudolf Klement, Tạ Thu Thâu, Christian Rakovsky, León Trostsky y tantos otros desconocidos, todos eliminados por sus asesinos. En la medianoche del siglo, una nueva moral política llamaba a la puerta de la nueva era, que recordaba en muchos aspectos al Renacimiento, «superándolo en la extensión y el refinamiento de sus crueldades y bestialidades: (…) Ninguna época ha sido tan cínica, tan implacable, tan cruel como la nuestra». Cuando escribió estas líneas en la introducción a su obra inacabada, Stalin, Trotsky no podía conocer el genocidio de las cámaras de gas ni el exterminio nuclear de Hiroshima. Pero ya había experimentado la gran fábrica de mentiras en que se había convertido el régimen burocrático del Kremlin.

En los juicios estalinistas, «sólo los trotskistas no confesaron», según el homenaje que les rindió el líder de la Orquesta Roja, Leopold Trepper, en sus memorias. No es una cuestión, o al menos no predominante, de psicología o de fortaleza, sino de convicción y de comprensión de lo que estaba en juego, lo único que permitió no perder la cabeza y evitar la locura de la época crepuscular. ¿Cómo no ceder a la decepción, a la desilusión, al resentimiento o a la indiferencia resignada? La decepción es una nimiedad, decía David Rousset, superviviente de los campos nazis y lúcido analista del universo de los campos de concentración, «más bien hay que comprender». Los decepcionados, las víctimas del resentimiento, los desilusionados no explican nada, porque avalan lo contrario de lo que antes apoyaban con la «misma autoridad imperturbable». ¡Cuántos viejos estalinistas arrepentidos, cuántos viejos maoístas desilusionados, cuántos fanáticos convertidos y creyentes desilusionados han confirmado tan bien este diagnóstico!

Y, precisamente, era importante saber resistir a estas capitulaciones y reconversiones espectaculares: «El engaño es un lujo que no podemos permitirnos. El dilema es simple pero imperativo. Dejar que el azar decida o comprender y actuar. Si la historia no sigue el curso que esperábamos, no es culpa del diablo». Al escribir estas líneas, David Rousset se mantuvo, a pesar de sus errores, fiel a cierto espíritu del trotskismo de su juventud. Sus comentarios podrían colocarse como epígrafe del libro de Livio Maitán. Comprender, ¡por encima de todo! Comprender por qué la Segunda Guerra Mundial no terminó con el derrocamiento de la burocracia soviética y una nueva oleada revolucionaria, para comprender la nueva dinámica de un capitalismo que en su día agonizaba. Comprender las contradicciones de las sociedades que emergieron de estas convulsiones, sus nuevas formas, ya fueran las revoluciones yugoslava o china o la formación del telón de acero en Europa del Este. Comprender las primeras revueltas antiburocráticas en Berlín Este en 1953, en Budapest en 1956, descifrar los enigmas de la Revolución Cultural china, siempre que se trate de una «comprensión para actuar», aunque sea de forma limitada, con pocos medios, para mantener el frágil vínculo, tensado hasta los límites de la ruptura, entre teoría y praxis.

Los biempensantes han ironizado mucho sobre estos trotskistas, especialistas en escindir, y sobre sus numerosas escisiones. En efecto, cuando la superficie de la experiencia se encoge, cuando el contacto con las masas se debilita, existe una tendencia perniciosa a exagerar las divergencias teóricas, a sacar conclusiones rápidas, a dramatizar diferencias que en el fondo son ridículas y pasajeras. Es el precio de una desproporción trágica entre el lirismo de las ideas y los límites prosaicos de la realidad. Esta dinámica puede ser aún más destructiva cuando uno está convencido de que «la crisis de la humanidad es la de su dirección revolucionaria» y pretende resolverla: una misión redentora, de una responsabilidad abrumadora, que empuja a estar cerca de la historia y que puede conducir a la megalomanía patológica.

Livio tenía demasiado humor y autoironía para ceder a esto. Recorriendo las páginas de su relato de los congresos de la IV Internacional, salpicados de divisiones y reconciliaciones, consultando documentos amarilleados por el tiempo, queda claro que las polémicas, tanto más teatrales cuanto que tenían lugar ante salas vacías (es decir, ante la indiferencia de las masas), se referían ni más ni menos que a las cuestiones cruciales de la época: El significado del estalinismo y el papel global de la Unión Soviética, la dinámica de las luchas de liberación y de la revolución colonial, el lugar de China en el mundo, el análisis de las revoluciones argelina y cubana, las transformaciones de las clases sociales en el capitalismo tardío, etc.

Repasando estos cincuenta años de lucha, la mayor parte del tiempo a contracorriente, Maitan no pretende escribir la historia de la Cuarta Internacional. Corresponderá a los historiadores hacerlo, con la valiosa contribución que él ha aportado, incluso con su asumida cuota de subjetividad. Así, la visión que proyecta sobre las controversias relativas a la lucha armada en América Latina puede parecernos incompleta y parcial a muchos de nosotros. Esto puede discutirse, pero no puede echársele en cara, ya que se trata de un libro partidista, no por encima, sino en plena refriega. El manuscrito se interrumpió bruscamente en 1995 con las actas del XIII Congreso de la IV Internacional y las notas de trabajo relativas a la desaparición de Ernest Mandel. Esta interrupción y esta desaparición tienen un valor simbólico. Era una época y una generación que llegaba a su fin con el último capítulo sobre el «nuevo orden mundial». Livio Maitan fue de hecho, con Mandel y su mentor Pierre Frank, una de las personas que transmitieron este legado.

Pero como dijo con fuerza y claridad el difunto Jacques Derrida, «la herencia no es un bien, una riqueza que se recibe y se deposita en un banco», es «una afirmación activa», no una propiedad, sino un devenir que vuelve a empezar continuamente y sin pausa.

Para concluir, unas palabras personales de despedida y afecto para Livio. Le conocí en 1967, cuando la experiencia italiana de La Sinistra era un modelo para nosotros (discutible, en retrospectiva). Le recuerdo en nuestras reuniones diarias en la oficina de la Internacional y en los locales de Inprecor a lo largo de los años ochenta, irritado por la cháchara inútil y por las reuniones que empezaban tarde, y despierto tras una breve y sacrosanta siesta con el ceño beligerante y la mirada más viva que nunca. No cabe duda, sin embargo, de que sufría una especie de exilio y soledad, aunque, a sus sesenta años, continuara con sus escapadas dominicales para jugar al fútbol con sus camaradas rojos, mucho más jóvenes. Todavía en 2002, con ocasión del segundo Foro Social Mundial de Porto Alegre, cuando los camaradas brasileños le rindieron un emotivo homenaje, chispeaba de picardía y buen humor. Era como si, a pesar de las numerosas heridas y cicatrices, testimonios de una larga vida militante más llena de noches de derrota que de mañanas victoriosas, y de la frustración de haber asumido tareas oscuras e ingratas sin el consuelo de la notoriedad, este joven y pugnaz anciano nunca hubiera tenido una arruga en la cara.

* Introducción de Daniel Bensaïd al libro Pour une histoire de la Quatrième Internationale  (Ed. La Brèche)

París 2006

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Il Novecento de Livio Maitan

Enzo Traverso

Cien años después del nacimiento de Livio Maitan y casi veinte de su muerte, su vida y su obra exigen una reflexión crítica. Traspasado este umbral, debemos ir más allá de los recuerdos y las reminiscencias nostálgicas, tratando de adoptar una perspectiva histórica. La mía no será una revisión fría y desapegada, sino un reexamen crítico. Diré de entrada que, repensado dentro de este horizonte, Livio me parece muy alejado de nuestro tiempo. Sé que muchos discreparán y quizá incluso se irriten por esta apreciación, que me parece obvia. Que quede claro: no quiero decir que la obra de Livio sea obsoleta, digna de ser archivada y olvidada. Quiero decir que pertenece a un mundo que ya no existe y quizá por eso mismo es importante para nuestra conciencia histórica.

Livio encarnó una figura noble, en muchos sentidos heroica y trágica, que marcó profundamente la historia del siglo XX: el revolucionario profesional. Merece la pena detenerse en esta definición. Los revolucionarios no han desaparecido, sigue habiendo revolucionarios hoy en día, probablemente más numerosos de lo que pensamos. El siglo XXI ya ha visto revoluciones, pero la figura del revolucionario profesional pertenece al pasado. Algunos de nosotros, no tan pocos, formamos parte de ella durante un periodo más o menos largo de nuestras vidas, pero fue una etapa. En la mayoría de los casos se convirtieron en maestros, periodistas, muchos, en profesores universitarios, algunos son ahora directivos y otros ya no se dedican a la política. Los revolucionarios profesionales ya no existen, pertenecen a una época en la que la división del trabajo, la forma partido y la esfera pública estaban estructuradas de otra manera; sobre todo, pertenecen a una época en la que la revolución era un horizonte de expectativas o, si queremos utilizar los términos de Ernst Bloch, un autor que Livio adoraba, una utopía concreta, necesaria y posible; una utopía que había penetrado en el universo mental de millones de seres humanos.

Los revolucionarios profesionales eran hombres y mujeres para los que la revolución no era sólo un proyecto al que adherirse o por el que luchar, sino una forma de vida, una elección que orientaba y daba forma a toda su existencia. Esta elección implicaba profundas motivaciones políticas, culturales, ideológicas, que podían ser cuestionadas, reconsideradas, rectificadas, pero que constituían la premisa de una forma de experimentar la realidad y de vivir su tiempo. Podríamos decir que estos revolucionarios superaron la dicotomía de Max Weber entre la política como vocación y la política como profesión, pero, deberíamos añadir, para los revolucionarios profesionales la política era cualquier cosa menos una oportunidad de hacer carrera. Era una elección que implicaba más bien la renuncia total a cualquier carrera bien remunerada, respetable y prestigiosa. Era una elección para formar parte de una especie de contra-sociedad. Ser revolucionarios profesionales significaba aceptar vivir muy modestamente, a menudo en condiciones de gran precariedad material. Cuando las finanzas de sus movimientos no les permitían pagar un mísero salario, estos hombres y mujeres podían trabajar –colaborar en periódicos y revistas, traducir y editar libros, a veces impartir seminarios en universidades, como hizo Livio– pero no eran opciones profesionales, eran la forma de llevar a cabo su actividad principal, que era la de preparar la revolución. Esta opción de vida creó personajes a medio camino entre los bohemios y los monjes, desgarrados entre la libertad total y la autodisciplina más estricta, entre el rechazo de todas las convenciones y un cierto ascetismo. Max Weber llamó a la ética del trabajo protestante ascetismo «inframundano»; creo que una ética similar existía entre los revolucionarios profesionales. Los rebeldes, escribió Hannah Arendt, eran parias conscientes, no porque fueran miserables (aunque no tenían un patrimonio que defender), sino porque asumían conscientemente su marginalidad. Uno de los grandes méritos de Livio fue evitar las derivas a las que esta marginalidad les expone inevitablemente: el sectarismo y el dogmatismo. Por cultura, por temperamento, diría que por conformación psicológica, Livio estaba en las antípodas de los líderes carismáticos de pequeñas sectas, una lacra que ha salpicado la historia de los movimientos revolucionarios, el trotskista en particular. Si acaso, su defecto era el de una modestia excesiva que limitaba sus ambiciones personales.

Esta opción vital tenía evidentemente una sólida base moral. Era optar por luchar contra la opresión y la injusticia; una convicción de que los dominados pueden cambiar el mundo; una apuesta por la capacidad de autoemancipación de los seres humanos. Como la revolución tenía un horizonte mundial, orientó a estos hombres y mujeres hacia el cosmopolitismo. Livio encarnaba esta tradición. Como dirigente de la IV Internacional, dedicó gran parte de su vida a viajar de continente en continente, asistiendo a congresos públicos y a reuniones clandestinas, conociendo a dirigentes de partidos, movimientos, sindicatos y grupos de cuatro continentes. Sus libros son un testimonio elocuente de ello.

La combinación de estas características –el rechazo a una carrera, una precariedad permanente, fuertes convicciones y un fuerte impulso moral, una movilidad extrema– indican que el modo de vida del revolucionario profesional también estaba hecho de sacrificios, que son la otra cara del inconformismo. En primer lugar, la renuncia a una vida normal. La vida de las revolucionarias profesionales no escapó, en muchos casos, a las jerarquías de género de una sociedad patriarcal. Muchos dependían de sus parejas, que criaban a sus hijos o tenían trabajos estables. Livio nunca me habló de su vida privada, sobre la que era muy tímido. Su autobiografía, La Strada Percorsa [2002], es exclusivamente política; casi no menciona sus afectos, sus compañeros, sus hijos, que al parecer se lo reprochaban. Y ésta fue también una de las consecuencias de la revolución como forma de vida.

Esta elección existencial repercutió inevitablemente en sus ambiciones intelectuales. Livio dejó una vasta obra, muy rica por la variedad de temas que trató y por la originalidad y profundidad de sus análisis, pero casi siempre relegada a los periódicos y revistas de la Cuarta Internacional, o a las editoriales que surgieron en su periferia. El público le conocía esencialmente como traductor y divulgador de Trotsky. Livio poseía una formación clásica y una gran cultura, pero sólo escribía para intervenir en debates estratégicos y polémicas políticas, para orientar a una organización o para explorar teóricamente problemas que tuvieran relevancia política. No creo que intentara nunca escribir un ensayo para satisfacer un deseo personal o una necesidad intelectual íntima. Hombre de partido, nunca se permitió escribir obras teóricas ambiciosas, como hicieron, entre sus colaboradores más cercanos, Ernest Mandel o Daniel Bensaïd.

Personalmente, lamento este sacrificio voluntario, fruto de una gran modestia y humildad, pero también, probablemente, de cierta miopía política. Las vicisitudes del trotskismo en Italia habrían sido diferentes si hubiera encontrado un encaje histórico más sólido, una definición política y una elaboración teórica, al menos tan sólidas como las del operaismo, cuyos cimientos se basaron, primero, en los los Quaderni rossi y Mario Tronti con Obreros y capital, y luego, en la década siguiente, con los trabajos de Toni Negri.

Livio era el único que habría podido responder a esta demanda, pero pensó que bastaba con apoyarse en la obra de Trotsky. En las décadas siguientes, decidió consignar sus agudas interpretaciones sobre la crisis del marxismo, sobre Gramsci, sobre la historia del PCI, a pequeñas ediciones confidenciales, a las que sin duda debemos estar agradecidos, pero que nunca llegaron a un público más amplio. Esto, me temo, fue el resultado de una elección más que de circunstancias objetivas, y esta elección estaba arraigada en una forma de vida. Livio escribía para una organización y sus lectores eran militantes. Esto es lo que siempre habían hecho los revolucionarios profesionales, desde Rosa Luxemburg hasta Lenin y Trotsky, y Livio siguió su camino. Mario Tronti y Toni Negri, en cambio, eran profesores universitarios, al igual que Mandel o Bensaïd, así como los que pronto se convirtieron en los fundadores de la New Left Review, u otros intelectuales que habían recorrido un trecho del camino con él, como Adolfo Gilly. El hecho de que compartieran experiencias, debates, opciones y participaran en los órganos de dirección del mismo movimiento, no les impidió pertenecer también a otro mundo social que les llevó a ser, además de dirigentes políticos, intelectuales públicos. Quizá esto es lo que le faltó al trotskismo italiano en los años sesenta.

Me gustaría ahora desplazar el foco de atención de la vida de Livio a su obra. La historia le dio la razón, la política no, escribió al respecto Lidia Cirillo, resumiendo en una frase el significado de una experiencia. Como ha señalado Reinhart Koselleck, no son los vencedores los mejores intérpretes de la historia; la contribución más profunda al conocimiento de una época procede de los vencidos, cuya mirada no es apologética sino crítica. Livio fue un defensor de las causas justas que casi siempre fueron derrotadas. Fue una elección acertada la que hizo a los veinte años al participar en la Resistencia, y después al unirse a la Cuarta Internacional, rechazando el chantaje de la Guerra Fría que dividió el mundo en bloques opuestos. Hizo bien en no elegir entre el imperialismo y el estalinismo. Convertirse en trotskista a finales de los años 40 no tenía nada de natural u obvio. Ser un comunista herético y antiestalinista significaba condenarse al aislamiento, a ser proscrito por todos, pero era una elección correcta que salvaba el honor del comunismo. Fueron pocos los que eligieron este camino. Livio tradujo La revolución traicionada de Trotsky en 1956, el año de la invasión soviética de Hungría; unos años más tarde, publicó un libro sobre la actualidad de Trotsky para la editorial Einaudi; en la década siguiente, tradujo los textos de Jacek Kuron y Karon Modzelewski, las voces de la disidencia polaca. En Italia, Livio fue de los pocos que condenaron el estalinismo sin caer en el anticomunismo, al igual que muchos socialistas que había conocido en la posguerra y muchos intelectuales, como Nicola Chiaromonte e Ignazio Silone, que acabaron convirtiéndose en garantía de izquierdas del Congreso por la Libertad de la Cultura.

Tuvo razón al apoyar las revoluciones anticoloniales en lo que entonces se llamaba el tercer mundo. En el caso de Livio, este apoyo fue activo, entusiasta, generoso y concreto. No era sólo un apoyo externo, simbólico o propagandístico; era una participación directa, que descendía naturalmente del cosmopolitismo revolucionario antes mencionado. Livio fue un viajante de la revolución: de Chile a Argentina, de Bolivia a México, de Argelia a Sri Lanka e Irán. Sus escritos sobre estas revoluciones ilustran ampliamente este compromiso. De estas experiencias surgieron muchas amistades y, a veces, amargos conflictos. A estas revoluciones, Livio aportó ideas, experiencias y el apoyo material que la Cuarta Internacional podía ofrecer.

Más compleja es la cuestión del llamado entrismo en los partidos comunistas, una estrategia de la que Livio fue uno de los principales responsables, a partir de 1952. En su concepción, el entrismo no era una operación conspirativa, una acción destinada a infiltrarse en los aparatos o a la preparación subterránea de escisiones, según una visión maquiavélica de la política que le era totalmente ajena. Esta estrategia, que llegó a denominarse entrismo sui generis, se basaba en la observación objetiva de la fuerza del comunismo. El caso italiano fue una clara prueba de ello. En los años 50, el PCI contaba con más de dos millones de afiliados, poseía un impresionante arraigo social y gozaba de una extraordinaria aureola de la Resistencia; esta fuerza dio dignidad y representación política a millones de trabajadores, desempeñando una función insustituible en la defensa de sus intereses sociales, en muchos casos una función pedagógica para su educación y crecimiento cultural. Era un partido de contradicciones, vertical y autoritario, con una brecha aterradora entre sus dirigentes y su base, a menudo escasamente alfabetizada. Era un partido estalinista que mantenía lazos orgánicos con Moscú pero que había ayudado a construir una república democrática en Italia. Estar en este partido para hacer oír la voz de la disidencia fue una opción acertada, motivada por el rechazo al sectarismo.

Pero la Italia de la posguerra se desarrollaba, se transformaba profundamente a un ritmo vertiginoso; su sociología cambiaba, la clase obrera se transformaba internamente, grandes masas se desplazaban del campo a las ciudades, del sur al norte; nacía la universidad de masas y aparecía una nueva generación rebelde. El trotskismo italiano se había convertido en una expresión de este profundo cambio –basta pensar en la experiencia efímera pero significativa de un semanario como La sinistra o en la creación de una editorial como Samonà y Savelli-, pero, paradójicamente, no había comprendido todas sus implicaciones.

En su autobiografía, Livio menciona el fatal retraso con el que su corriente decidió poner fin al entrismo, entre finales de 1968 y principios de 1969, pero atribuye este «reflejo inconscientemente conservador» a consideraciones puramente tácticas. Tiendo a pensar que Livio no había captado la dimensión política de las profundas transformaciones que habían cambiado Italia. Su cultura le llevó a ver el movimiento obrero a través del prisma exclusivo del PCI y los sindicatos, sus formas políticas e institucionales, pero esta lectura de la realidad era inadecuada. Había surgido una nueva clase obrera que no quería la emancipación del trabajo, sino que practicaba el rechazo del trabajo; habían aparecido estudiantes que ya no luchaban por el derecho a estudiar, sino por una crítica radical de la universidad y de la sociedad de consumo; salía a la calle una nueva generación que quería ser protagonista y sujeto del cambio. El PCI, que siempre había mirado con desconfianza todo lo que se movía fuera de su control, no pudo canalizar esta revuelta. El operaismo, con su teoría del obrero de masas y de la composición de clase, había comprendido este cambio, y ésta es quizá una de las razones que le permitieron convertirse en la corriente culturalmente hegemónica en la izquierda radical durante el largo 68 italiano.

Por supuesto, muchas de las críticas que Bandiera Rossa hizo a Lotta continua o Potere operaio eran pertinentes, pero en el diagnóstico de las tendencias subyacentes de la época, el operaismo había sido más previsor. Livio había criticado sus «deformaciones teóricas» sin abordar el análisis que había detrás de ellas. En este sentido, la política de 1968 le había demostrado que estaba equivocado. Con el operaismo, que constituía la columna vertebral intelectual de la nueva izquierda en Italia, el trotskismo nunca pudo establecer un diálogo y una confrontación. En 1964 hubo una mesa redonda entre  Bandiera Rossa y Quaderni Rossi, a la que asistieron Vittorio Rieser, Raniero Panzieri y Renzo Gambino, pero no tuvo continuidad. Fue una oportunidad perdida porque este enfrentamiento habría sido fructífero para ambas corrientes y quizás, aventurando una hipótesis de historia contrafactual, habría dado un resultado diferente a la nueva izquierda de la década siguiente. Durante los años 70, al constatar que la temporada del entrismo había llegado a su fin, Livio pensó que el papel de los trotskistas era proporcionar un programa para la unificación de la extrema izquierda, pero lo hizo ofreciendo un modelo de partido leninista que era exactamente lo que, confusamente, intentaba superar. La política demostró una vez más que estaba equivocado.

Lo que llama la atención es el contraste entre este «reflejo inconscientemente conservador» que le llevó a no captar las transformaciones que se estaban produciendo en Italia y la huida hacia adelante, no sé de qué otra forma definirla, que le llevó, en los mismos años, a teorizar la opción estratégica de la guerra de guerrillas en América Latina, especialmente en los países del Cono Sur, donde la experiencia cubana no podía repetirse. Livio fue uno de los principales creadores de esta estrategia; a él se debe la redacción de las resoluciones del 9º congreso de la IV Internacional, en 1969, que fueron sustancialmente reafirmadas por el congreso siguiente, en 1974. Los resultados catastróficos de esta estrategia, que tuvo un coste muy elevado en vidas humanas (a las que rinde homenaje en su libro porque conoció a muchas de ellas) nunca se discutieron seriamente. En su libro, Livio se limita a una narración sobria, marcada a veces por acentos apologéticos, que no llega al fondo de las cosas. En su prefacio, Daniel Bensaïd lo califica con indulgencia de «incompleto y parcial». La historia había dado la razón a Livio, que se había dado cuenta de que la revolución cubana había cambiado la historia de América Latina. La política le había demostrado que estaba equivocado, porque tenía la ilusión de que ése sería el camino de la revolución para todo el continente. Esta ilusión marcó el camino de una generación de revolucionarios latinoamericanos. Livio no sólo la compartió desde fuera, sino que fue uno de sus responsables, como teórico y como estratega.

Fue mucho más lúcido a la hora de interpretar la revolución cultural china, en la que no vio en absoluto una explosión libertaria, sino una crisis de régimen marcada por el choque violento entre dos fracciones de la burocracia comunista, un conflicto que Mao consiguió ganar movilizando a la base del partido. Sus análisis eran muy agudos –el libro que dedicó a China sigue siendo una de sus obras más importantes–, pero sus advertencias contra el maoísmo tuvieron un impacto limitado. En el mundo «el rojo se ha vuelto amarillo», cantaba Ivan Della Mea, e incluso algunos trotskistas se convirtieron al maoísmo, fundando más tarde movimientos delirantes como Servire il Popolo. La lucidez de Livio era una expresión de su visión histórica del estalinismo y de la dinámica de las sociedades burocráticas posrevolucionarias. El contraste es fuerte –y también bastante paradójico– con sus opiniones sobre América Latina, un continente que Livio conocía mucho mejor que China.

La historia le dio la razón y en política se equivocó incluso al final de su vida, cuando acompañó con generosidad y entusiasmo la experiencia de Rifondazione Comunista. A diferencia de muchos que, tras la caída del muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética, habían asistido con resignación al triunfo del capitalismo en su versión más ostentosamente obscena, la del neoliberalismo, Livio se había embarcado inmediatamente, con estoica tenacidad, en el camino de la resistencia. No compartió el error garrafal de Ernest Mandel, que se había ilusionado por un momento con que Alemania se había convertido de nuevo en el epicentro de la revolución mundial, en el eslabón entre una revolución anticapitalista en el corazón de Occidente y una revolución antiburocrática en el socialismo real. Recuerdo concretamente una conversación en 1991, en la que me dijo que habíamos retrocedido casi dos siglos, que teníamos que empezar de cero, como en los orígenes del movimiento obrero. Pero la perspectiva no le desanimó. La política demostró que estaba equivocado, no porque estuviera mal participar en la construcción de Rifondazione Comunista, sino porque no comprendió que Rifondazione respondía al advenimiento de un nuevo siglo y a una derrota histórica con las herramientas, las estructuras y, en gran medida, las ideas del pasado. La síntesis entre altermundialismo y Rifondazione se intentó, pero fracasó.

Livio encarnó la revolución tal y como se concibió y vivió en el siglo XX, una época heroica y trágica que ya no existe. Las revoluciones de nuestro siglo no deben olvidarlo; de hecho, deben ponderar cuidadosamente su legado, pero seguirán otros caminos.

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