27 de diciembre de 2019
Globalización capitalista, imperialismos, caos geopolítico y sus implicaciones
Contenido
Introducción
- Una nueva galaxia imperialista
- Inestabilidad geopolítica crónica
III. Globalización y crisis de gobernabilidad
- Los nuevos (proto-)imperialismos
- Nuevas extremas derecha, nuevos fascismos
- Regímenes autoritarios, demanda de democracia y solidaridad
VII. Expansión capitalista y crisis climática
VIII. Un mundo permanentemente en guerras
- Los límites de las superpotencias
- Internacionalismo contra campismo
- Crisis humanitarias
XII. Una guerra de clase global
Introducción
Las «tesis» que vienen a continuación no pretenden ser exhaustivas o presentar conclusiones definitivas. El objetivo principal es alimentar un proceso internacional de reflexión colectiva. Con frecuencia basadas en argumentos compartidos, sin bien tratan de profundizar en el debate sobre las implicaciones de los mismos. Con este objetivo, y a riesgo de simplificar demasiado realidades complejas, estas tesis «filtran» las evoluciones actuales, que suelen ser incompletas, con el fin de poner de relieve lo que aparece como nuevo.
Las transformaciones en curso son de gran calado; pueden presentar aspectos contradictorios y tienen consecuencias en todos los campos. No asistimos al establecimiento ordenado de un nuevo orden mundial estable. El reinado del capital globalizado alimenta la inestabilidad. La evolución de la correlación de fuerzas entre las potencias mundiales no está determinada por adelantado e inmensos conflictos cuyo desenlace es imprevisible van a determinar el futuro. No obstante, es posible evaluar el cambio transcurrido desde los años 80, analizar las dinámicas en curso en la actualidad y sus implicaciones políticas.
- Una nueva galaxia imperialista
Una primera observación: la situación actual es bastante diferente de aquella que prevalecía al inicio del siglo XX o durante las décadas comprendidas entre 1950 y 1980. Señalemos algunos elementos:
- Un profundo cambio y una diversificación de la situación de los imperialismos tradicionales: Estados Unidos como «superpotencia»; el fracaso de la constitución de un imperialismo europeo integrado; «reducción» del imperialismo francés y británico; imperialismos militares «sin dientes» (sobre todo Alemania, pero también España en relación con América Latina); un imperialismo japonés continuamente subordinado (si bien dispone de un ejército importante, no posee ni armas nucleares ni portaaviones); crisis de desintegración social en algunos países occidentales (Grecia) pertenecientes históricamente a la esfera imperialista…
- La consolidación de los nuevos proto-imperialismos: China, que ahora se perfila como la segunda potencia mundial, y Rusia, que ha logrado imponer sus intereses en el escenario de la guerra en Siria.
- Importantes modificaciones en la división internacional del trabajo, con la «financiarización» de la economía, la desindustrialización de varios países occidentales, en particular europeos, desplazamiento de la producción mundial de mercancías, fundamentalmente a Asia, pero sin olvidar que Estados Unidos, Alemania y Japón continúan siendo las potencias industriales más importantes.
- Un desarrollo desigual de cada imperialismo, fuerte en algunas áreas pero débil en otras. En consecuencia, la jerarquía de los Estados imperialistas es más compleja de establecer de lo que lo fue en el pasado. Obviamente Estados Unidos se mantiene en primer lugar y es el único que puede declarar ser el más poderoso en casi todas las áreas; sin embargo, registra una pérdida de peso relativo en términos económicos, una reducción de presupuesto militar y se resiente de los límites de su poder global.
La caracterización de las nuevas potencias no es la única pregunta que se nos plantea. También necesitamos valorar mejor el cambio de estatus de los imperialismos tradicionales y del orden imperialista en su conjunto. Es necesario reconsiderar nociones clásicas como «centro» y «periferia», «norte» y «sur» a la luz de la creciente diversificación interna en cada uno de los diferentes conjuntos geopolíticos.
- Inestabilidad geopolítica crónica
Segunda observación, la globalización capitalista no ha dado a luz al establecimiento de un «nuevo orden» internacional, sino todo lo contrario.
Existe un bloque imperialista dominante que se puede calificar de «bloque atlántico» —ya que se estructura en torno al eje América del Norte/Unión Europea— si otorgamos a este término un sentido geoestratégico y no geográfico. En efecto, este eje integra a Australia, Nueva Zelanda y Japón. Es un bloque jerarquizado bajo hegemonía estadounidense. La OTAN constituye su brazo armado privilegiado, permanente. Su despliegue en la frontera europea con la «zona» de control ruso muestra, cuando esta frontera se ha vuelto a convertir en una zona de conflictos, que su función inicial no ha perdido actualidad.
La OTAN ha intentado desplegarse más al Este, sin gran éxito. La crisis en Oriente Medio muestra que la Organización no es un marco operativo que pueda imponer su ley en cualquier lugar. Las tensiones con su pilar regional, Turquía, son fuertes. Ha sido necesario establecer alianzas con geometría variable en función de cada teatro de operaciones con regímenes opuestos entre sí, como Araba Saudí e Irán. La aportación militar de sus miembros europeos es marginal. Esta situación alimentaron las denuncias de Donald Trump al inicio de su mandato.
Asistimos a un recrudecimiento de la competencia interimperialista. Recién llegada a la arena geopolítica, China exige estar entre los grandes. Rusia se ha convertido en un factor ineludible en su zona de influencia ampliada (Siria). El gobierno japonés está tratando de reducir su dependencia militar de EE UU para librarse de las cláusulas pacifistas de la Constitución japonesa. En el plano económico, la competencia se agudiza, la libertad de circulación otorgada a los capitales permite a los «sub-imperialismos» entrar en liza más allá de su esfera regional. En el ámbito ideológico, las clases dominantes hacen frente a una crisis de legitimidad y, bastante a menudo, a importantes disfuncionamientos institucionales —pierden el control de los procesos electorales incluso en países clave como Estados Unidos (elección de Trump) o en el Reino Unido (Brexit)—. La situación de guerra es permanente. La crisis ecológica global deja sentir ya fuertemente sus efectos. En diversas partes del mundo, el tejido social se desgarra. Las catástrofes humanitarias y los desplazamientos forzados de las poblaciones alcanzan un nivel sin precedentes desde la Segunda Guerra mundial. Los pueblos pagan un precio exorbitante por la imposición de este nuevo orden neoliberal. La actual crisis crónica tiene múltiples causas.
- Los Estados imperialistas desempeñan siempre el papel de asegurar las condiciones favorables para la acumulación del capital. Ahora bien, el capital mundializado opera de forma más independiente que en el pasado frente a ellos. Esta disociación ha contribuido a permeabilizar las antiguas zonas de influencia casi exclusivas de los imperialismos tradicionales (salvo quizás en gran medida en América Latina). La enorme movilidad del capital tiene efectos devastadores sobre el equilibrio de las sociedades, lo que mina las posibilidades de la acción estabilizadora de los Estados.
La globalización capitalista, la financiarización y la creciente internacionalización de las cadenas de producción también reducen la capacidad de los Estados a la hora de desarrollar políticas económicas.
- En estos últimos años el nivel de financiarización sin precedentes y el desarrollo del llamado capital «ficticio» inherente al capitalismo moderno ha adquirido proporciones considerables. Sin que se haya roto el vínculo, conduce a un grado superior de distanciamiento de los procesos productivos, mientras que el vínculo entre el prestamista y el prestatario inicial se relaja. La financiarización ha sido el punto de apoyo del crecimiento capitalista, pero su superdesarrollo acentúa sus contradicciones.
- De cara al futuro, el sistema de la deuda actúa tanto en el Norte como en el Sur. Constituye un elemento clave de la dictadura ejercida por el capital sobre las sociedades y desempeña un papel directamente político, como ha confirmado el caso de Grecia, para imponer el mantenimiento del orden neoliberal. De acuerdo con los tratados de librecambio, bloquea la puesta en pie de políticas alternativas para salir de la crisis por parte de los gobiernos.
- Asistimos a una verdadera «guerra de monedas» (divisas). Este es un aspecto de los conflictos interimperialistas: el recurso a una moneda para definir zonas de control.
- Las alianzas geopolíticas que en el pasado se «fijaban» en función del conflicto Este-Oeste, por una parte, y del conflicto chino-soviético, por otra, han devenido más fluidas e inseguras, sobre todo en Asia del Sur. Algunos regímenes latinoamericanos han intentado durante un tiempo aflojar las riendas impuestas por Washington.
- Las rivalidades interimperialistas alimentan una nueva espiral en la carrera de armamentos, que va desde la construcción de nuevos portaaviones hasta la “modernización” del armamento nuclear por parte de países como Estados Unidos o Francia, que intentan que sea operativo y políticamente aceptable en el marco de los conflictos localizados. El despliegue del “paraguas anti-misiles” por parte de Estados Unidos acentúa aún más esta espiral, como ilustra la crisis coreana.
- La erupción de las revoluciones en la región árabe y, después, de la contrarrevolución ha contribuido a la creación de una situación sin control en una amplia zona que se extiende desde el Oriente Medio hasta el Sahel (y más allá).
- Tras la implosión de la URSS, en un primer momento, la burguesía y los Estados imperialistas (tradicionales) tuvieron una actitud muy conquistadora: penetración en los mercados orientales, intervención en Afganistán (2001) e Irak (2003)… Luego se estancaron militarmente y llegó la crisis financiera. La emergencia de nuevas potencias, las revoluciones de la región árabe…, todo lleva a una pérdida de iniciativa y control geopolítico: hoy en día Washington actúa más por reacción ante las emergencias que con la intención de imponer su orden.
- En ese contexto, el papel de las potencias regionales se hace importante: Turquía, Irán, Arabia Saudí, Israel, Egipto, Argelia, Sudáfrica, Brasil, India, Corea del Sur… Si bien en una posición subordinada en el sistema de dominación mundial bajo hegemonía estadounidense, estas potencias juegan también su propio juego, además de ser gendarmes regionales (como Brasil en Haití).
Debido a la evolución de la situación internacional, una de las preguntas que nos planteamos es qué relación existe entre el punto de inflexión posterior a 1989 (del imperialismo conquistador) y el que se concretó a mediados de la década de 2000 (de la inestabilidad geopolítica).
Desde este punto de vista, las crisis financieras de 1997-1998 y de 2007-2008 constituyeron un punto de inflexión real. Poniendo de actualidad las contradicciones inherentes a la globalización capitalista, tuvieron consecuencias importantes tanto en el terreno político (deslegitimación del sistema de dominación), como social (muy brutales en los países directamente afectados) y estructurales (sobre todo, con la explosión de las deudas). Y constituye el telón de fondo de los grandes movimientos democráticos que emergieron algunos años más tarde (la ocupación de las plazas), pero también de las evoluciones abiertamente reaccionarias y antidemocráticas alimentadas por el miedo de las «clases medias» (por ejemplo, en Tailandia).
Junto con la crisis ecológica y los desplazamientos masivos de poblaciones, la inestabilidad estructural del orden mundializado crea nuevas formas de pobreza (ver sobre todo Filipinas) que obligan a las organizaciones progresistas a poner en pie políticas adaptadas.
III. Globalización y crisis de gobernabilidad
Las burguesías imperialistas quisieron tomar ventaja del colapso del bloque soviético y de la apertura de China al capitalismo con el fin de crear mercados globales con reglas uniformes que les permitieran desplegar su capital sin ninguna traba. Las consecuencias de la globalización capitalista fueron muy profundas, incrementadas además por una evolución que, en su euforia, estas burguesías imperialistas no quisieron prever.
Este proyecto consistió en:
- Privar a las instituciones elegidas (parlamentos, gobiernos …) de la capacidad para tomar decisiones estratégicas y hacer que incorporen en su legislación medidas que se deciden en otras partes: en la OMC, en los tratados internacionales de libre comercio, etc. Por tanto, fue un golpe a la democracia burguesa clásica, que en el plano ideológico se transcribe por la referencia a la «gobernabilidad» en lugar de a la democracia.
- Convertir en ilegal, en nombre del derecho preeminente de la «competencia», los «métodos adecuados» de la dominación burguesa, fruto de la historia específica de los países y regiones (compromiso histórico del tipo europeo, el populismo latinoamericano, el dirigismo estatal de tipo asiático, y muchos tipos de clientelismo redistributivo …). Porque todos erigen relaciones moduladas con el mercado mundial y, por consiguiente, obstaculizan el libre desplazamiento del capital imperialista.
- Subordinar el derecho común al derecho de las empresas a las que los Estados tienen que garantizar los beneficios previstos en sus inversiones, en contra del derecho de la gente a la salud, al medio ambiente sano y a una vida no precaria. Este constituye uno de los mayores retos de la nueva generación de tratados de librecambio que completan el dispositivo constituido por las grandes instituciones internacionales como la OMC, el FMI y el Banco Mundial.
- Una espiral sin fin de destrucción de los derechos sociales. Las burguesías imperialistas tradicionales le han tomado la medida a la debilidad y a la crisis del movimiento obrero en el llamado «centro». En nombre de la «competitividad» en el mercado mundial, aprovechan la oportunidad para llevar a cabo una ofensiva sistemática orientada a destruir los derechos colectivos que fueron conquistados, en particular, durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. No pretenden imponer un nuevo «contrato social» que les sea más favorable, sino que quieren acabar con este tipo de acuerdos para acaparar todos los sectores potencialmente rentables que se les habían escapado, como son los que pertenecen a los servicios públicos: la salud, la educación, los sistemas de pensiones, el transporte, etc.
- Un proceso masivo de desposesión de los explotados y oprimidos, facilitado por la privatización de los servicios públicos y el incremento de la deuda privada, que les sumerge, en un número creciente de casos, en una situación que recuerda el destino de las clases trabajadores de la Europa del siglo XIX. Tras, en particular, el estallido de la burbuja inmobiliaria en Japón (años 90), Estados Unidos (2006-2007), Irlanda e Islandia (2008), España (2009), decenas de millones de hogares de clase trabajadora fueron desahuciados. En Grecia, como parte del tercer memorándum de 2015, los bancos tienen las manos libres para desahuciar a las familias que no son capaces de pagar sus deudas hipotecarias.
- Desde Estados Unidos a Chile, desde el Reino Unido a Sudáfrica, el coste de la educación superior se ha incrementado por las políticas neoliberales, forzando a decenas de millones de jóvenes de clase trabajadora de endeudarse a niveles dramáticos. Esto es una reversión fundamental tras la enorme expansión del acceso a la Universidad en el siglo anterior. El endeudamiento entre los pequeños agricultores también se extiende por el mundo, con consecuencias completamente inhumanas: más de 300.000 suicidios de pequeños granjeros se han registrado en India desde 1995 (una cifra que no tiene en cuenta los suicidios de l@s sin tierra y las mujeres). En general, la deuda privada incrementa la opresión de las poblaciones más marginales –por ejemplo, los desahucios afectan, sobre todo, a familias monoparentales que son mujeres cabezas de familia con hijos.
Un nuevo modo de dominación
La globalización capitalista también implica:
- Modificar el rol asignado a los Estados y la relación entre el capital imperialista y el territorio. Con escasas excepciones, los gobiernos ya no son los copilotos de proyectos industriales a gran escala o del desarrollo de la infraestructura social (educación, salud). A pesar de que siguen apoyando en todo el mundo a «sus» empresas transnacionales, al final (dado su poder e internacionalización) éstas no se sienten dependientes de su país de origen como lo hicieron en el pasado: la relación es más «asimétrica» que nunca; el papel, siempre esencial, del Estado se está contrayendo: debe contribuir al establecimiento de las normas que permitan universalizar la movilidad del capital y la apertura de todo el sector público a los apetitos del capital, lo que contribuye a la destrucción de los derechos sociales, y a mantener a la población a raya.
- Así pues, estamos tratando con dos sistemas jerárquicos que están estructurando las relaciones de dominación en el mundo: la jerarquía de los Estados imperialistas, ya compleja de por sí, como lo hemos visto (punto 1), y las jerarquías de los grandes flujos de capital que abarcan el planeta en forma de redes. Estos dos sistemas ya no se superponen, a pesar de que los Estados están al servicio de los segundos.
La globalización capitalista representa una nueva forma de dominación de clase, estructuralmente inestable. En realidad esto conduce a la generación de crisis de legitimidad y de ingobernabilidad en muchos países y en regiones enteras, a llevarlos a un estado de crisis permanente. Los supuestos centros de regulación a nivel mundial (la OMC, el Consejo de Seguridad de la ONU …) no son capaces de cumplir su función con eficacia y la política “America First” de Donald Trump debilita las instituciones que sirven de marco de concertación a la burguesía internacional.
Una clase no puede gobernar una sociedad de forma permanente sin mediaciones y compromisos sociales, sin fuentes de legitimidad; ya sea la de su origen muy antiguo, democrático, social, revolucionario… En nombre de la libertad de circulación de capitales, las burguesías imperialistas están liquidando siglos de «experiencia» en este campo, al mismo tiempo que la agresividad de las políticas neoliberales está destruyendo el tejido social en un número creciente de países. El hecho de que en un país occidental como Grecia gran parte de la población se encuentre privada de acceso a la atención sanitaria y a los servicios de salud dice mucho acerca de la línea intransigente de la burguesía europea.
En el tiempo de los imperios era necesario asegurar la estabilidad de las posesiones coloniales y, durante la Guerra Fría, también (aunque en menor medida) de las zonas de influencia. Digamos que hoy en día, dada la movilidad y la financiarización, eso depende del tiempo y el lugar… De ese modo, bajo los golpes de la globalización, regiones enteras pueden entrar en crisis crónica. La aplicación de los dictados neoliberales por parte de regímenes dictatoriales decadentes provocó levantamientos populares en el mundo árabe y grandes movilizaciones en África; crisis de régimen abiertas y réplicas contrarrevolucionarias violentas, lo que conduce a una aguda inestabilidad.
La particularidad del capitalismo globalizado es que se acomoda a la inestabilidad como si se tratara de una situación permanente: la crisis se convierte en consustancial al normal funcionamiento del nuevo sistema global de dominación. En el periodo precedente, la inestabilidad aguda estaba ligada a una explosión de la crisis económica, un momento particular entre largos periodos de “normalidad” es decir de relativa estabilidad. Las crisis existen siempre, por supuesto, pero en un entorno transformado.
- Los nuevos (proto-)imperialismos
Las burguesías imperialistas tradicionales pensaron que después de 1991 iban a introducirse en el mercado de los antiguos países llamados «socialistas» hasta el punto de subordinarlos de forma natural; incluso se llegaron a plantear la razón de ser de la OTAN en relación a Rusia. Esta hipótesis no era absurda, como se ha demostrado por la situación de China a principios de la década del 2000 y las condiciones en las que se adhirió a la OMC (muy favorables al capital internacional). Pero las cosas ocurrieron de otra manera y parece que los poderes establecidos no se tomaron en serio esta situación en un primer momento.
Por primera vez en siglo y medio (Japón) está emergiendo una gran potencia, de nuevo en Asia: China. Un hecho de primer orden, resultado de una historia particular.
En China, se ha constituido una nueva burguesía en el interior del país y desde dentro del régimen; fundamentalmente a través del «aburguesamiento» de la burocracia, que se transformó en una clase propietaria mediante mecanismos que ahora conocemos bien. Por tanto, la burguesía se ha reconstituido de forma independiente (el legado de la revolución maoísta) y no como una burguesía subordinada orgánicamente desde el principio al imperialismo. Por tanto, China se ha convertido en una potencia capitalista y, además, es miembro permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas con derecho a veto (al igual que Rusia). a pesar de que su formación social, heredera de una historia muy concreta, continúe siendo original (el trabajo de análisis de dicha sociedad resultante de una historia particular y sin precedentes está lejos de haberse completado).
Independientemente de las debilidades del régimen y su economía, China se ha convertido en la segunda potencia mundial. Desde 2013, bajo el liderazgo de Xi Jinping, Pequín ha desplegado una política exterior cada vez más ambiciosa, agresiva y claramente imperialista: despliegue militar (base de Djibuti, en particular), consolidación de zonas de influencia y subordinación de gobiernos, el acaparamiento de tierras y recursos minerales, la exportación de capital y la toma de control de compañías en el extranjero, la desposesión y la ruina de poblaciones locales… En gran número de países, las clases trabajadoras están soportando todo el embate de las consecuencias de dichas medidas. Desde 2017, el gigantesco programa de expansión hacia el Oeste de las llamadas “nuevas rutas de la seda” (o “un cinturón, una ruta” —OBOR por sus siglas en inglés) busca multiplicar la presencia económica, financiera, política y militar de China en el Índico, Oriente Medio y África, Asia Central, Europa y América Latina.
¿Podemos definir a China como un nuevo imperialismo? Es evidente que es necesario aclarar lo que entendemos por este término en el contexto mundial actual (que constituye uno de los objetivos de este texto). Desde que China se convirtió en la segunda potencia mundial, parece cada vez más difícil negarle ese estatus, independientemente de la fragilidad del régimen actual y de su economía.
Rusia sigue siendo económicamente dependiente de las exportaciones de bienes primarios (entre ellos, el petróleo, que representa dos tercios de los mismos). Su peso internacional tiene mucho que ver tanto con la dimensión de su arsenal nuclear (equilibrio global de fuerzas) como con la eficacia de su capacidad militar (Crimea, Siria).
Los BRICS han tratado de actuar de forma conjunta en el ámbito del mercado mundial. Sin mucho éxito. Los países que conforman este frágil «bloque» no juegan todos al mismo nivel. Probablemente Brasil, India y Sudáfrica podrían ser descritos como sub-imperialismos —una idea que se remonta a la década de 1970— y gendarmes regionales, pero con una diferencia significativa en relación al pasado: se benefician de una libertad para exportar capitales muy superior (ver el «gran juego» que se ha abierto en África, con la competencia entre los Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Francia, India, Brasil, Sudáfrica, China, Qatar, Turquía, Nigeria, Angola…).
La disputa por África. Cuando se trata del robo y saqueo de recursos naturales, de la desposesión, de Estados fallidos, de erosión del tejido social, de conflictos armados y de militarización de la política, el resto del mundo lucha por África.
En el contexto de crisis civilizatoria y multidimensional que afronta la humanidad, se da una nueva carrera por la abundancia de recursos naturales. Desde el periodo colonial hasta el presente, la extracción de recursos naturales en África ha dominado las economías. Tal como lo describe Walter Rodney para un periodo anterior, la extracción de hierro, de uranio, de diamantes, de oro y caucho, entre otros productos preciosos, ha alimentado la industrialización y la expansión del capitalismo en el Oeste a expensas de la economía africana y del desarrollo social, así como de la corrupción del proceso político.
En 2013, por ejemplo, seis de los diez descubrimientos más importantes de yacimientos de petróleo se encontraban en África.
Hoy en día, como la codicia por los minerales estratégicos, el petróleo y otros productos puebla el continente, la búsqueda de beneficios y la dominación permanente continúan alimentando la carrera de la extracción sin importar los costes para los medios de vida y subsistencia y del medioambiente. La devastación que eso ha significado para la población africana puede ser ilustrada por numerosos ejemplos, pero el caso de la República del Congo, rica en recursos, es de lejos el más fascinante. Bajo el suelo del Congo yacen veinticuatro trillones de dólares (estimación hecha según los precios del 2011) de recursos naturales, como ricos yacimientos de petróleo, de oro, de diamantes, de coltán utilizado en los chips de computadores, de cobalto y níquel para los motores de aviones y las baterías de los coches, cobre para las canalizaciones, uranio para las bombas y centrales nucleares, hierro para casi todo. Esta riqueza es fuente de sufrimientos silenciados. Actualmente hay más congoleses desplazados que iraquíes, yemenitas o rohingyas.
Hace tan solo un siglo, el contraste entre la riqueza del suelo y del agua en África y las condiciones de vida de las personas comunes no podía ser más importante: de Guinea, base de la epidemia del 2014, con la mayor reserva de bauxita (mineral para la fabricación del aluminio) hasta las reservas de cobre en Zambia, acompañado/ combinado de un desempleo masivo, en el delta del rio Níger, lugar de inmensas riquezas petroleras convertido en uno de los sitios más contaminados del planeta, y otros numerosos ejemplos, la diferencia entre el potencial y la realidad para satisfacer las necesidades humanas y sociales no puede ser más flagrante.
Construido a base de la impunidad estructural puesta en marcha por el FMI, los ajustes estructurales y los programas de estabilización del Banco Mundial, como los acuerdos comerciales y de inversión de la Unión Europea (UE) y de los Estados Unidos (USA), África se ha convertido en una región clave en la que se desarrollan las rivalidades inter-imperialistas. Los nuevos poderes buscan imponer sus ambiciones imperialistas participando en una nueva disputa por África. China se ha convertido en una de los más grandes inversores netos en África, junto con Rusia, India, Brasil y Sudádrica, no como parte de un programa de acción de BRICS, sino a pesar de su pertenencia al club BRICS, lo que dice mucho del proyecto mismo de BRICS. Según un informe de Ernst y Young del 2016, China ha invertido en 293 proyectos de inversiones extranjeras directas en África desde el 2005, en total 66,400 millones de dólares. La mayoría se ha invertido en megaproyectos destructores del medioambiente en los cuales China es responsable de aproximadamente un cuarto de la inversión. Es en este punto donde se encuentran el programa de la Unión africana para el desarrollo de las infraestructuras en África y el programa chino One Belt one Road.
Bajo la presión del extractivismo y del saqueo extremo de los recursos naturales en África, el acaparamiento de las tierras y del agua, una de las más grandes crisis migratorias y de refugiados ocurre desde hace ya varios decenios. En esto también la África subsahariana empuja el mundo. La mayor parte de refugiados y migrantes que huyen de sus países vienen de África, pero desmintiendo los mitos habituales la mayor parte de ellos (4,5 millones) están “ubicados” en África. En los próximos años, se estima que de 10 a 20 millones de africanos serán arrancados de sus lugares de vida como resultado del cambio climático producido por el capitalismo.
Tres conclusiones:
- Vuelve a emerger la competencia entre potencias capitalistas; en especial con la consolidación de China en Asia oriental y más allá, pero también de Rusia en Europa del Este y Oriente Medio. Se trata de conflictos entre potencias capitalistas, aunque cualitativamente diferentes a los del período anterior.
- Más en general, en relación con la libre circulación de capitales, las burguesías (incluso las subordinadas) y las empresas transnacionales del «Sur» pueden utilizar las normas concebidas a partir de 1991 por las burguesías imperialistas tradicionales para sí mismas, sobre todo en términos de inversión, haciendo más compleja que en el pasado la competencia en el mercado global. En relación al flujo de mercancías, la puesta en competencia de los trabajadores y trabajadoras, sin límites, continúa siendo impulsada fundamentalmente por las empresas de los centros imperialistas tradicionales, y son ellos, y no las empresas de los países productores, las que controlan el acceso a los mercados de consumo de los países desarrollados; sin embargo, actualmente esto es menos cierto para China e incluso para la India o Brasil.
- No solo hay una crisis de legitimidad de las clases dominantes sino también una crisis ideológica. Ésta se manifiesta en la amplitud de la crisis institucional, cuando los «malos» candidatos se imponen contra el establishment, cuando las propias elecciones pierden toda credibilidad a ojos de sectores crecientes de la población. A falta de alternativas, siempre opera el «divide y vencerás», utilizando el racismo, la islamofobia y el antisemitismo, la xenofobia y la estigmatización, se trate de coreanos en Japón, de chiitas, sunitas o cristianos en los países musulmanes, etc. El combate antirracista, contra la xenofobia constituye, más que nunca, un elemento de resistencia fundamental a escala internacional. Lo mismo ocurre con el resto de discriminaciones (sexistas, sociales…).
- Nuevas fuerzas de extrema derecha, nuevos fascismos.
Una de las primeras consecuencias del fenomenal poder desestabilizador de la globalización capitalista es el igualmente espectacular auge de las nuevas fuerzas de extrema derecha y nuevos fascismos con una base (potencial) de masas. Algunos toman formas relativamente tradicionales (neonazis) como el Amanecer Dorado en Grecia, el NDP alemán y el Jobbik húngaro. Otros anidan en nuevas corrientes xenófobas y repliegues identitarios. Su progresión es particularmente acentuada en una serie de países europeos (no en España y Portugal): el PVV holandés, el Front National en Francia, la Liga Norte en Italia, el FPÖ en Austria, los “Verdaderos finlandeses”, el UKIP británico… Todos ellos se benefician de una triple crisis: social, institucional e identitaria. Su programa económico varía, pero comparten un discurso violentamente antiinmigración y un racismo islamófobo. Así, en Holanda, Geert Wilders hasta llega a exigir el cierre de todas las mezquitas.
En Países Bajos, pero también en Francia y en otros países, la extrema derecha ha logrado deshacerse de su marginalidad ideológica modificando las fronteras del discurso político, su estrategia ha sido adoptar temáticas que van desde la derecha clásica a las ideas de centro izquierda. Les gobiernos intentan ganar así una nueva legitimidad echándole leña al fuego del nacionalismo y del peligro exterior: “invasión” por los capitales extranjeros o la inmigración. En Estados Unidos, la campaña electoral de Donald Trump, un “outsider” político, se ha enraizado orgánicamente en el seno del supremacismo blanco.
Otras extremas derechas emergen bajo la forma de fundamentalismos religiosos, como es el caso en todas las «grandes» religiones (cristianos, budistas, hindúes, musulmanes…), o de fundamentalismo «nacional-religioso» (el sionismo de derechas)… Estas corrientes representan hoy una amenaza considerable en países como India, Sri Lanka e Israel.
Las mismas han sido capaces de influir en gobiernos tan importantes como el de Estados Unidos en el periodo Bush. En Francia, los sectores católicos más reaccionarios han afectado seriamente el curso de la campaña presidencial (apoyando la candidatura presidencial de François Fillon) y ocupan un lugar central en varios países de Europa del Este, como Hungría. El evangelismo radical cristiano hace estragos en América Latina y África. Así pues, el mundo musulmán no tiene el monopolio en este ámbito, pero ha adquirido una dimensión internacional particular, con los movimientos «transfronterizos», como el Estado Islámico, Al Qaeda o los talibanes; redes que se conectan más o menos formalmente desde Marruecos hasta Indonesia e incluso al Sur de Filipinas.
Las extremas derechas se coordinan también en el plano internacional bajo formas más heterogéneas. Así, el “movimiento euroasiático” de Alexandre Dugin integra nuevas derechas, fascistas, “conspiracionistas”, “campistas” y diversos fundamentalismos religiosos, una red abierta a peligrosas alianzas “roji-pardas”.
En general, tenemos que analizar más a fondo los nuevos movimientos de extrema derecha, ya sean religiosos o no: no son meras réplicas del pasado, sino que expresan el tiempo actual. Es importante definirlos políticamente a fin de comprender el papel que desempeñan (recordar que no hace mucho tiempo, una parte significativa de la izquierda radical internacional veía en el islamismo fundamental la expresión de un antiimperialismo “objetivamente” progresista, aunque ideológicamente reaccionario). Este análisis también es necesario para combatir interpretaciones «esencialistas» tipo «choque de civilizaciones».
Estos movimientos, siendo corrientes de extrema derecha y contrarrevolucionarias, han contribuido a poner fin a la dinámica de las revoluciones populares nacidas de la «primavera árabe». No tienen el monopolio de la violencia extrema (¡véase el régimen de Assad!), ni de la «barbarie» (el orden imperialista es «bárbaro»). Sin embargo, ejercen sobre la sociedad un control y un terror que parte «desde abajo», que en muchos casos recuerda los fascismos del período de entreguerras, antes de que llegaran al poder.
Como todo término político, el fascismo se utiliza a menudo en exceso o interpretado de forma diferente. Sin embargo, nuestras propias organizaciones están discutiendo esta cuestión —¿cómo evolucionan los movimientos nacionalistas y fundamentalistas de extrema derecha, qué se puede definir en ellos como fascista o no?— en países como Pakistán (el movimiento Talibán) o en India (RSS), además del Estado Islámico. «Teofascismo» podría ser un término genérico utilizado para este tipo de corrientes que incluye a todas las religiones.
Sean cuales sean los adjetivos más apropiados para describir los nuevos movimientos de extrema derecha, su creciente poder plantea a nuestra generación de activistas problemas políticos a los que no nos habíamos enfrentado en el período anterior; el de la resistencia «antifascista» a gran escala. Tenemos que trabajar en esto, y para hacerlo tenemos que poner en común los análisis y las experiencias nacionales y regionales.
Más globalmente, la renovación de la derecha radical fortalece un empuje reaccionario peligroso que, en particular, tiene como objetivo poner en tela de juicio los derechos fundamentales de las mujeres y las comunidades LGTBI, a menudo apoyándose en las iglesias institucionales en materia de aborto (en España, donde un proyecto de ley reaccionaria que proponía abolir la derecho al aborto fue derrotado, en Italia, Polonia, Nicaragua…) sobre el rol de la familia (abogando por un retorno a una visión muy conservadora del papel de la mujer…) e incluso desencadenando una verdadera caza de brujas contra los homosexuales (Irán, los países africanos en los que las corrientes evangélicas son poderosas….) o los transgénero. Por consiguiente, la reacción está atacando frontalmente el derecho a la libre determinación de las mujeres y de los individuos (el reconocimiento de la diversidad de orientación sexual), derechos que se ganaron después de largas luchas.
Estos movimientos apuntan particularmente a las mujeres afectadas por la doble opresión racial y sexual. En muchos países occidentales, el éxito de estos movimientos crece debido a la propaganda islamófoba (incluso si no es la única “marca” de los movimientos y partidos reaccionarios), especialmente para con las mujeres musulmanas, con aquellas que usan el velo, las agresiones se han incrementado.
Si bien algunos movimientos claramente atacan a las mujeres y personas LGBTIQ, podemos observar un nuevo fenómeno de homonacionalismo y femonacionalismo en países europeos, Estados Unidos e Israel. Con el pretexto de hacerlo para proteger a las mujeres y personas LGBTIQ, atacan algunos sectores de la población como los migrantes o musulmanes, acusándoles de violar mujeres, o de que el islam está en contra de la homosexualidad. Estos movimientos crecen cada vez más desde hace algunos años y, de hecho, con frecuencia están ligados a la extrema derecha.
A la luz de la constante y reciente ideología fundamentalista religiosa en nuestros respectivos Estados, reafirmamos la importancia de la laicidad del Estado así como la de practicar libremente cualquier religión.
El Estado debe ser laico, sin secularizar a las comunidades ni usar el secularismo como una herramienta para socavar los derechos de las minorías (Francia).
Un Estado laico no significa secularizar a las comunidades y personas de manera que esto atente contra sus derechos humanos.
La libertad de culto no equivale a que los líderes religiosos tengan la libertad de ejercer poder y control a través de los aparatos del Estado. La libertad de culto sólo se equipara a la libertad para practicar la propia fe. Es decir, la libertad de culto en Líbano no debería equivaler a la capacidad de los líderes religiosos de ejercer su propia versión del “Estado de derecho religioso”
Hay que tener muy en cuenta que en ambas prácticas mencionadas anteriormente hay opresivas relaciones de poder que se imponen sobre las mujeres, sus cuerpos y sus vidas, y mencionar que las leyes religiosas del derecho dependen en gran medida de la unidad familiar y de la segregación de los roles entre hombres y mujeres. Por ejemplo, en Líbano no existen leyes de estatus personal protegidas por el Estado, sólo leyes religiosas protegidas por las sectas.
También en países como Italia y México, donde la separación Iglesia-Estado ha sido un logro histórico, queremos señalar que esta división se difumina constantemente mientras atestiguamos el incremento de lazos públicos entre las altas esferas políticas gubernamentales y los líderes religiosos, especialmente en temas relacionados con las mujeres o los derechos LGBTIQ.
Esta clase de acciones, aunque no se declare de esa manera, buscan tomar decisiones conjuntas sobre los cuerpos de las mujeres y sus derechos, como en el caso de México acerca del aborto. Acciones que, por supuesto, ponen en riesgo nuestras vidas.
El conservadurismo neoliberal que intenta fortalecer a la familia patriarcal en lugar de a las mujeres y que impide los procesos de divorcio ha incrementado drásticamente la violencia doméstica contra las mujeres. Además de la impunidad, los recortes en el apoyo material a las víctimas de violencia doméstica han creado un entorno social que fomenta la violencia masculina.
Los movimientos teofascistas usan sistemáticamente la violencia sexual contra las mujeres y los menores en los territorios que tienen bajo su control, principalmente en forma de violación o esclavitud sexual para reclutar miembros y pelear contra otros grupos. En Irak y Siria, miles de mujeres Yazidíes y Kurdas han sido capturadas y violadas por miembros del Estado Islámico.
- Regímenes autoritarios, demanda de democracia y solidaridad.
Este ascenso de la derecha reaccionaria está favorecido por la ideología de la seguridad nacional defendida hoy por los gobiernos burgueses en nombre de la lucha contra el terrorismo y la inmigración «ilegal». A cambio, estos gobiernos utilizan el miedo alimentado de ese modo para endurecer el Estado penal, para establecer regímenes cada vez más policiales y aprobar medidas liberticidas: ahora mismo son poblaciones enteras las que están siendo tratadas como «sospechosas» y sujetas a vigilancia.
En América Latina, los gobiernos (y partidos) llamados “progresistas” están en crisis. Esto se aplica tanto a las experiencias de corte social-liberal, como a las más radicales, bolivarianas, etcétera. Pagan el precio de sus concesiones al neoliberalismo, y/o de los límites de una orientación neo-desarrollista, basada en la exportación de energías fósiles y materias primas en general.
Las debilidades de estas experiencias “progresistas” han facilitado la brutal ofensiva reaccionaria de la derecha pro-imperialista y antidemocrática. Esta ofensiva neoliberal, antipopular, contra los derechos de los trabajadores, de las mujeres, de los pueblos indígenas, de las poblaciones de origen africano, adopta dos formas distintas pero complementarias: victorias electorales (Argentina, Chile) y golpes de estado pseudo-constitucionales (Honduras, Paraguay, Brasil).
Bajo distintas formas se ha desarrollado una amplia resistencia popular a esta ofensiva, en contra de los golpes de Estado y de las medidas reaccionarias y antipopulares. Las y los anticapitalistas participan activamente en estas movilizaciones, buscando reforzar dinámicas antisistémicas.
Incluso en los países con una larga tradición democrático-burguesa, asistimos a un verdadero cambio de régimen. Se adoptan leyes de guerra civil bajo la cobertura del antiterrorismo. Se despliegan sistemas de vigilancia de masas. Se dota al ejército de poderes policiales (Francia) o se militariza a la policía. Se introducen medidas de excepción en el derecho común. El poder Ejecutivo amplía su autoridad a expensas del poder Judicial.
La progresiva generalización de los estados de excepción contribuye a la negación de la humanidad de grupos sociales enteros: minorías, migrantes… El recurso sistemático al “crimen” de la blasfemia, de lesa-majestad, de atentado a la identidad o a la seguridad nacional contribuye a ello. El insidioso retorno a la política de deshumanización (que generó los genocidios de antaño) no es solo un signo de tendencias reaccionarias, sino también contrarrevolucionarias.
La globalización capitalista ha provocado las crisis de las llamadas democracias institucionales y del parlamentarismo burgués (allí donde existen). Ante esta pérdida de legitimidad, la tendencia dominante es hacia el establecimiento —súbito o insidioso— de regímenes autoritarios no sujetos a la soberanía popular (como excepción que confirma la regla, las antiguas dictaduras militares pueden todavía tener que ceder o compartir una parte del poder, como en Birmania). Se niega a los pueblos el simple derecho a decidir sobre los tratados y reglamentos aprobados por sus gobiernos.
El imperativo democrático —»¡Democracia real ya!»— adquiere por ello una dimensión más subversiva, más inmediata de lo que a menudo tuvo en el pasado, que permite dotarlo de un contenido alternativo, popular. Del mismo modo, la universalidad de las políticas neoliberales y la mercantilización de los «comunes» que le acompaña, hacen posible la convergencia de formas de resistencia social, como se ve en el movimiento por la justicia global. Las consecuencias del cambio climático, que ya se están sintiendo, también ofrecen un nuevo campo de convergencias potencialmente anticapitalistas.
Sin embargo, los efectos duraderos de las derrotas del movimiento obrero y de la hegemonía ideológica neoliberal, la pérdida de credibilidad de la alternativa socialista, contrarrestan estas tendencias positivas. En una perspectiva a más largo plazo, es difícil situar el éxito, a veces considerable, de los movimientos de protesta (ocupación de plazas públicas, la desobediencia civil…). En este contexto la gravedad de las opresiones puede fortalecer la resistencia basada en una identidad «atomizada», en la que una comunidad oprimida permanece indiferente a la suerte reservada a otras personas oprimidas (como en el caso del «homo-nacionalismo»). El carácter religioso adoptado por muchos conflictos también contribuye a la división de la gente explotada y oprimida.
El orden neoliberal sólo puede imponerse si tiene éxito en la destrucción de las viejas solidaridades y en sofocar la aparición de otras nuevas. Por muy necesaria que consideremos que sea, no podemos esperar que la solidaridad se desarrolle de forma «natural» como respuesta a la crisis, ni el internacionalismo ante el capital globalizado. En este campo se debe hacer un esfuerzo concertado y sistemático.
VII. Expansión capitalista y crisis climática
La reintegración del «bloque» chino-soviético en el mercado mundial ha dado lugar a una enorme expansión de la zona geográfica en la que domina el capital, lo que constituye la base del optimismo de las burguesías imperialistas. También es la base para una aceleración dramática de la crisis ecológica mundial en varios terrenos. Hemos llegado a un punto en que la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero debe empezar sin más demora en los principales países emisores del Sur y no sólo del Norte.
En este contexto, el pago de la «deuda ecológica» del Sur no debe favorecer el desarrollo capitalista mundial y beneficiar a las empresas transnacionales Japonesas-Occidentales implantadas en el Sur o a las corporaciones transnacionales del Sur (del tipo de la agroindustria brasileña). Eso no hará más que generar cada vez más crisis sociales y ambientales.
Es cierto que la solidaridad «Norte-Sur» es necesaria siempre; por ejemplo, en defensa de las víctimas del caos climático. Sin embargo, y más que nunca, lo que desde el punto de vista de las clases trabajadoras está en la agenda de las relaciones «Norte-Sur» es una lucha común «antisistema»: es decir, una lucha común para una alternativa anticapitalista y una concepción alternativa de desarrollo tanto en el «Norte» como en el «Sur» (la heterogeneidad del «Norte» y el «Sur» es tal que estos conceptos pueden ser engañosos).
El punto de partida es la lucha socio-ambiental para «cambiar el sistema, no el clima»; su base está compuesta por los movimientos sociales y no sólo por las coaliciones específicas en torno al clima. Por tanto, debemos trabajar para articular ambos. Si no «ecologizamos» la lucha social (siguiendo el ejemplo de lo que ya se puede hacer en luchas campesinas y urbanas), la expansión numérica de movilizaciones sobre «el clima» quedará en la superficie de las cosas.
La organización de las víctimas del caos climático, su defensa y el apoyo a su autoorganización es un elemento básico de la lucha ecologista.
Ya se están sintiendo los efectos del caos climático y la organización de las víctimas, su defensa y ayuda con su auto-organización, también son parte de la base de la lucha ecologista.
Ahora están claras las consecuencias de los sistemas de energía basados en combustibles fósiles. Así como los efectos del incremento de la temperatura a escala global: los glaciares están disminuyendo y los niveles oceánicos aumentando, las zonas desérticas se expanden, el agua se esta volviendo más escasa, la agricultura se ve amenazada y los fenómenos climáticos extremos se están volviendo más frecuentes. Los efectos del supertifón Haiyan en Filipinas sobrepasaron el nivel de alerta previsto para el mismo. El futuro que se anunciaba es ya una realidad. Las consecuencias desestabilizadoras de ello se han extendido mas allá de las regiones directamente afectadas y ha dado lugar a tensiones en cadena (ver las tensiones entre Bangladesh y la India por la cuestión de los migrantes refugiados, o los conflictos interestatales en torno al control de las reservas hídricas).
Los científicos están de acuerdo en que un incremento de 2° centígrados comparado con los niveles preindustriales desataría consecuencias climáticas que una vez iniciadas serían imposibles de detener. Con esto en la mente existen una cantidad de problemas importantes que quedan sin resolver.
El derretimiento de los glaciares y de los casquetes polares amenaza con un aumento catastrófico en los niveles oceánicos, amenazando las aglomeraciones costeras en el mundo, las comunidades insulares o los países y regiones de baja altitud (Bangladesh…). El vasto polo glaciar de la Antártida Occidental muestra signos de desestabilización y el derretimiento de su glaciar podría hacer aumentar el nivel oceánico hasta 7 metros.
¿Cómo alimentar a la creciente población mundial del planeta sin incrementar la agricultura industrial (agroindustria) y el uso cada vez mayor de pesticidas y herbicidas en los alimentos genéticamente modificados que destruyen la biosfera? La cuestión clave es la soberanía alimentaria. Esto daría a las personas los derechos y los medios para definir sus propios sistemas alimentarios. Sería dar el control a los que producen, distribuyen y consumen alimentos en lugar de a las corporaciones y las instituciones del mercado que dominan el sistema alimentario mundial. Esto significaría el fin de la apropiación de tierras y requeriría una amplia redistribución de la tierra para ponerla en manos de quienes producen los alimentos.
El aspecto más destructor de la crisis medioambiental puede que sea el impacto que está teniendo en la biodiversidad: lo que se denomina “la sexta extinción”, como se la conoce cada vez más. Un incremento de 3° centígrados en la media global de la temperatura significaría que la mitad de las especies —plantas y animales— estarían condenadas. La cuarta parte de todos los mamíferos están en riesgo. La acidificación de los océanos ha dado lugar a que los arrecifes de coral, así como los organismos cuya estructura ósea depende de la calcificación, vayan muriendo. El porvenir de nuestra especie no se puede separar de esta crisis de la biodiversidad.
VIII. Un mundo permanentemente en guerras
Hemos entrado de lleno en un mundo permanentemente en guerras (en plural). Cada guerra debe ser analizada en sus especificidades, nos enfrentamos a situaciones harto complejas, como actualmente en Oriente Medio, donde en un único marco de operaciones (Irak-Siria) existen conflictos entrelazados con características específicas (Kurdistán sirio, la región de Alepo, etc.).
Esta situación de guerra permanente no afecta solo a los conflictos internacionales. También caracteriza la situación interna en países de África, de América Latina o México.
Las guerras están aquí para quedarse, de muchas formas. Tenemos que interesarnos de nuevo en cómo se llevan a cabo, incluso las de los movimientos de resistencia popular, con el fin de comprender mejor las condiciones de la lucha, la realidad de la situación, los requisitos concretos de solidaridad… Para ello, hay que analizar cada guerra específicamente. En efecto, estamos confrontados a situaciones muy complejas, como las actuales en Oriente Medio donde, en el marco de un teatro de operaciones único (Irak-Siria) se mezclan conflictos con características diferentes, específicas, hasta el punto de generar tensiones y contradicciones entre las fuerzas progresistas.
Sin embargo, debemos conservar una brújula en esta geopolítica tan compleja: la independencia de clase contra el imperialismo, contra el militarismo, contra el fascismo y contra el surgimiento de movimientos identitarios “anti-solidarios” (racistas, islamófobos y antisemitas, xenófobos, castistas, fundamentalistas, homófobos, misóginos y machistas …).
Quien dice guerra dice movimiento antiguerra. Desde el momento en que las guerras son muy distintas entre sí, la construcción de movimientos antiguerra con sinergias entre sí no es algo evidente. Si bien, en Asia en particular, hay movimientos antiguerra perennes. Estratégicamente hablando, en el continente euroasiático, superar las fronteras heredadas desde la Guerra Fría tendrá lugar en particular a propósito de este tema.
Debemos afirmar nuestra solidaridad con todas las poblaciones que son víctimas del militarismo, con todas las resistencias populares a las guerras provocadas por el orden neoliberal y las ambiciones de los poderes estatales. Hay que dedicar atención renovada a la lucha por el desarme nuclear, tras la adopción de un tratado para este propósito en la ONU y la entrega del Premio Nobel a la organización que ha constituido su eje (ICAN- International Campaign to Abolish Nuclear Weapons).
- Los límites de la superpotencia
La serie de reglas comunes del orden capitalista global no impide que algunos países sean más iguales que otros; Estados Unidos se toma la libertad de hacer cosas que no permite a otros. Juega con el dólar para «exportar» su «derecho» a procesos judiciales, controla la mayor parte de las tecnologías más avanzadas y tiene a su disposición un poder militar sin igual. Su Estado sigue manteniendo funciones soberanas globales que otros ya no tienen o ya no son capaces de conservar.
Estados Unidos sigue siendo la única superpotencia en el mundo. Y sin embargo, pierde todas las guerras en que ha participado: desde Afganistán hasta Somalia. La culpa reside quizás en la globalización neoliberal, que le prohíbe consolidar socialmente (en alianza con las élites locales) sus ganancias militares temporales. Ésta es quizás también una consecuencia de la privatización de los ejércitos, de las empresas de mercenarios que juegan un papel creciente, e igualmente de las bandas armadas «no oficiales» al servicio de intereses particulares (grandes empresas, grandes familias…).
También ocurre que este poder, por muy «súper» que sea, no tiene los medios para intervenir en todas las direcciones en condiciones de inestabilidad estructural generalizada. Requeriría de imperialismos secundarios capaces de apoyarlo. Francia y Gran Bretaña por el momento sólo disponen de capacidades muy limitadas; Japón aún tiene que romper la resistencia cívica a su remilitarización completa. El Brexit da un golpe de gracia a la constitución de un imperialismo europeo unificado mientras que el Reino Unido dirige uno de los dos únicos ejércitos operativos de envergadura de la Unión (además de una de las principales redes diplomáticas y financieras y una de las principales economías del subcontinente).
La elección de Donald Trump y sus declaraciones unilaterales plantean de forma más grave un problema que viene de lejos: ¿en qué medida sigue siendo una garantía el “paraguas estratégico” que aseguraba Estados Unidos? La respuesta es clara: en una medida incierta. Los halcones de la derecha japonesa sacan sus conclusiones. ¿Qué será de Europa occidental? La Alemania imperialista está bajo presión. ¿Puede continuar beneficiándose de su posición económica dominante sin asumir sus responsabilidades militares? La crisis de la UE, la presión rusa y la posición de Washington plantean objetivamente el problema del rearme alemán, mientras que en este país (al igual que en Japón) entre la población la hostilidad al militarismo es profunda.
El actual gobierno japonés despliega desvergonzadamente sus ambiciones nacionalistas y militaristas. No obstante, todavía debe romper la resistencia cívica contra su completo rearme (portaviones, armas nucleares…). Estas resistencias son particularmente fuertes en la isla de Okinawa, donde están situadas las principales bases norteamericanas. Más en general, la memoria de la invasión japonesa de Asia, que inició la Segunda Guerra Mundial en el Extremo Oriente está lejos de haberse disipado. El archipiélago japonés es sin duda una pieza clave de la dominación de Estados Unidos en el Pacífico Norte. Sin embargo, Tokio todavía es incapaz de asumir directamente responsabilidades geopolíticas internacionales y apoyar por consiguiente a Washington. Además, la política errática de Donald Trump y su falta de opinión sobre sus aliados no facilita precisamente la tarea a Abe Shinzo.
Ni en Occidente, en Europa, ni en Oriente, en Asia, puede el imperialismo USA apoyarse en aliados fiables y eficaces.
- Internacionalismo contra “Campismo”
Ya no existe un gran poder (categoría a la que no pertenece Cuba) «no capitalista» o «anticapitalista». Tenemos que sacar todas las consecuencias de ello.
En el pasado, sin necesidad de alinearnos con la diplomacia de Pekín, defendimos la República Popular de China (y la dinámica de la revolución) en contra de la alianza imperialista Japón-Estados Unidos; en ese sentido estábamos en su campo (a su lado). Nos opusimos a la OTAN, a pesar de lo que pensábamos del régimen estalinista; sin embargo, no estábamos «en su campo» porque eso no limitaba nuestra lucha contra la burocracia estalinista. Estábamos simplemente actuando en un mundo donde no había una articulación de las líneas de conflicto: revoluciones/contrarrevoluciones, bloques chino-soviéticos este/oeste. Este ya no es el caso hoy en día.
La lógica «Campista» siempre ha llevado al abandono de las víctimas (las que se encuentran en el lado equivocado) en nombre de la lucha contra el «enemigo principal». Esto es más cierto aún hoy que en el pasado, ya que conduce a alinearse en el campo de un poder capitalista (Rusia, China) o, por el contrario, en el campo occidental cuando Moscú y Pekín son vistos como la principal amenaza. De esta manera se fomenta el nacionalismo agresivo y se santifican las fronteras heredadas de la era de los «bloques», justo cuando lo que tenemos que hacer es precisamente borrarlas.
El campismo también puede conducir a ayudar en Siria al régimen asesino de Assad y a la intervención rusa, o bien a la coalición bajo la hegemonía estadounidense, incluyendo, en particular Arabia Saudita. Incluso ante el martirio de Alepo, una parte de la izquierda radical internacional ha continuado mirando hacia otro lado con tal de no romper con su tradición campista. Otras corrientes se contentan con condenar la intervención imperialista en Irak y Siria (lo que, sin duda, hay que hacer), pero sin decir lo que está haciendo el Estado islámico ni llamar a la resistencia contra él.
Este tipo de posición hace imposible plantear claramente el conjunto de tareas de solidaridad. No es suficiente recordar la responsabilidad histórica del imperialismo, desde la intervención en 2003 y los objetivos no declarados de la intervención actual, para denunciar el propio imperialismo. Es necesario pensar en las tareas concretas de solidaridad desde el punto de vista de las necesidades (motivos humanitarios, políticos y materiales) de las poblaciones que son víctimas y de los movimientos en lucha. Esto no se puede hacer sin atacar al régimen de Assad y a los movimientos fundamentalistas contrarrevolucionarios.
Lo mismo en relación a los conflictos en la frontera que divide actualmente el Este europeo: como en el caso de Ucrania, nuestra orientación ha sido la de combatir, en todos los países europeos —estuvieran dentro y fuera de la UE— a favor de otra Europa basada en la libre asociación de pueblos soberanos contra todas las relaciones de dominación (nacionales, sociales); lo que para nosotros significa el socialismo.
- Crisis humanitarias
Las políticas neoliberales, la guerra, el caos climático, las convulsiones económicas, las rupturas sociales, la exacerbación de la violencia, los pogromos, el colapso de los sistemas de protección social, las epidemias devastadoras, las mujeres reducidas a la esclavitud, los niños mártires, la migraciones forzadas… El capitalismo triunfante, desenfrenado, está dando a luz a un mundo donde las crisis humanitarias se multiplican.
La descomposición del orden social afecta directamente al Estado en países como Pakistán. Fundamentalmente en México, la descomposición del capitalismo no ha conducido a la emergencia de un nuevo fascismo, sino que ha transformado las bandas criminales marginalizadas, que actúan clandestinamente como verdaderos grupos de poder asociados a la clase política dominante y al capital financiero internacional. Extienden sus redes al resto de América Latina y a Estados Unidos. Más allá del tráfico de drogas, están implicadas en secuestros y trata de mujeres. Controlan amplias zonas del territorio y disponen de una base social. La denominada guerra contra la droga, los conflictos entre las diferentes bandas criminales y los “daños colaterales” han provocado más muertos que la guerra en Irak. Su existencia facilita la acumulación capitalista por desposesión expulsando a miles de campesinos y pueblos autóctonos de sus tierras en beneficio de sociedades transnacionales vinculadas fundamentalmente al extractivismo. Esto justifica la militarización del país y la criminalización de la protesta social. Aún cuando en sí mismo no presentan un perfil político, estas bandas favorecen el proceso de acumulación de capital y promueven una cultura misógina, sexista, homófoba y xenófoba. Se pueden convertir en un terreno fértil para la formación de grupos paramilitares al servicio de las oligarquías.
En lugar de reforzarse ante la urgencia, el derecho humanitario ha sido pisoteado por los Estados. La Unión Europea ni siquiera aparenta respetar el derecho internacional en lo que respecta a la acogida de los refugiados y refugiadas. El vil acuerdo negociado con Turquía es buen ejemplo de ello. Lo mismo ocurre en el caso de los Rohingya en el Sudeste asiático.
A veces esta violencia sin límites se lleva a cabo sin disimulo. Ya no se niega la hiperviolencia, sino que se organiza su puesta en escena, como hace el Estado islámico. El feminicidio en países como Argentina o México adquiere formas extremas: cuerpos empalados, quemados… nada que envidiar a las violencias “tradicionales”, a los “crímenes de honor” (rebeldes al orden patriarcal enterradas vivas…).
Tras Georges W. Bush y los atentados del 11 de septiembre en 2001, un número creciente de gobiernos niegan incluso la humanidad del enemigo. En efecto, en nombre del combate del Bien contra el Mal, la “guerra humanitaria” se ha emancipado del derecho humanitario y del derecho de guerra: el enemigo “absoluto” no tiene derecho a ningún derecho; se pudre en las galeras fundamentalistas o en el “pozo negro” de Guantánamo y en las prisiones secretas de la CIA.
A esta barbarie moderna hay que hacerle frente con la ampliación del campo de acción internacionalista. Las izquierdas militantes y los movimientos sociales en particular, deben velar por el desarrollo de la solidaridad «pueblo a pueblo», «de movimiento social a movimiento social» con las víctimas de la crisis humanitaria.
Después de un período en el que el propio concepto de internacionalismo fue menospreciado a menudo, la ola global de la justicia, ahora con la multiplicación de las «ocupaciones» de plazas públicas o distritos, la han restaurado en todo su importancia. Ahora es necesario que este internacionalismo resucitado encuentre formas de acción más permanentes en todos los ámbitos de la protesta. Lo cual no se hará de forma espontánea. En efecto, en numerosos países podemos constatar un debilitamiento de la conciencia solidaria y de su puesta en práctica.
XII. Una guerra de clase global.
El capitalismo global desarrolla una guerra de clase global.
Sus objetivos no son coyunturales. No se plantea imponer un compromiso histórico que sea más favorable para él que las que la burguesía tuvo que aceptar tras la Segunda Guerra Mundial –quiere reinar sin tener que alcanzar compromiso alguno con las clases populares. No impone ningún límite a priori a su ofensiva. Por consiguiente impone un nuevo orden.
La brutalidad de este ataque está provocando una respuesta, a veces a nivel de masas. Hoy el alcance internacional del 8 de marzo de 2017 y las movilizaciones repetidas de las mujeres desde Argentina a Polonia, desde India a Irán, de Túnez al Estado español, o desde Italia, desde Turquía a México, desde Estados Unidos a Pakistán lo atestiguan de un modo muy impactante. Sufren los efectos combinados del neoliberalismo, la precariedad social, el ascenso de corrientes reaccionarias y contrarrevolucionarias, guerras, violencia y feminicidio. Más allá de la multiplicidad de situaciones y reivindicaciones, las mujeres en lucha a menudo se encuentran en primera línea de la resistencia colectiva contra el nuevo desorden global.
En una correlación de fuerzas que sigue siendo desfavorable, la resistencia democrática y social ofrece peldaños para reconstruir la iniciativa de los movimientos populares y anticapitalistas (véase la resolución adoptada sobre estas cuestiones por el Congreso Mundial).
Quedan ahí muchas cuestiones “abiertas” sobre las dinámicas de la globalización capitalista, en particular en lo que respecta a las cuestiones económicas y sus implicaciones estratégicas.
Por citar unas cuantas: ¿Van a tener las innovaciones tecnológicas vinculadas a la informática un efecto significativo sobre la productividad del trabajo? ¿Nos encontramos en un período de estancamiento prolongado? ¿Puede haber sectores significativos de la burguesía que opten por un nuevo proteccionismo? ¿Puede el cambio climático imponer límites absolutos al capitalismo? ¿La crisis capitalista actual tiene por causa fundamental la caída tendencial de la tasa de ganancia (como las crisis clásicas) o es necesario tener en cuenta sobre todo otros factores (la gobernanza de la globalización, el impacto de la crisis ecológica…)? El trabajo analítico colectivo sobre estas cuestiones debe continuar.
Independientemente de las respuestas a estos interrogantes, por el momento lo que está claro es que la precarización del empleo y de las condiciones de vida y el desgarro del tejido social van a continuar dándose en la mayoría de los países. Si no se acentúan las solidaridades para hacerles frente con fuerza, se van a acentuar las opresiones. Los estragos de la crisis ecológica se van a ampliar. La inestabilidad geopolítica va a empeorar todavía.
La alternativa histórica “socialismo o barbarie” asume hoy todo su significado – y aporta todo su significado a la batalla internacionalista en la que estamos comprometidas.
La totalidad de los documentos de los Congresos Mundiales más recientes están disponibles en: https://fourth.international/es/congresos-mundiales